Durante nuestro peregrinar por este mundo, básicamente podemos optar exclusivamente por dos opciones de comportamiento, una de esas opciones -quizá la más inadecuada- es el aparentar. Lo curioso es que cada vez que crece el afán por mostrar y proyectar lo que no se es y se invierten esfuerzos a más no poder para lograrlo, se termina: engañando a los demás, con alto riesgo -en el mediano plazo- de ser descubiertas y descubiertos; desacreditadas y desacreditados, en el momento en el que se agotaron todas las formas para mantener la “máscara” y todo se descubre; y decepcionadas y decepcionados consigo mismo, al apreciar que también se era víctima del engaño.
Pero ¿Qué conduce a “venderse” como algo que no se es? En otras palabras, ¿Por qué optar el evitar ser auténticos? Bueno, recuerdo que en varias conversaciones con un buen amigo sacerdote jesuita (quien, por voluntad divina, se nos adelantó y partió de este mundo) me decía (parafraseando): hay veces que no se llega a comprender lo que las personas viven cuando se ponen una “máscara” en su “fachada”, dado que, cuando están en modo “al aire” (es decir, ante las demás personas), deben realizar un esfuerzo muy agotador para actuar, basándose en el libreto que en su mente está rodando (creado o codiciado de terceras o terceros)… y también para que esa actuación sea creíble. Son casi casi fantásticas, ya que procuran no sobreactuar, y cuando se ven envueltas en alguna situación que implique demostrar algo de lo que han dicho o han dado a entender, se las ingenian para evadir y salir victoriosas y victoriosos. Luego, cuando están en modo “fuera del aire”, también actúan, aunque ya no ante el público (amistades, conocidos, gente de negocios, etcétera), sino para sí mismos. Son momentos sumamente duros, ya que ese enfrentamiento personal tiende a ser cada vez más hostil, principalmente por la soledad con la que se encuentran, el impedimento de hablarlo con sus seres queridos ante la no justificación y la farsa, y la frustración de que todo lo que han dado a conocer a los demás es tan solo una fantasía. Concluía el sacerdote, agregando: estas personas que no han elegido vivir abrazados de la sinceridad ni peor de la honestidad (en primer lugar con ellas y luego con los demás), viven encadenadas y encadenados a lo que han montado en la realidad, como una especie de ilusión, se cierran oportunidades debido a la personalidad que denotan (generalmente ostentosa), y lo más importante es que solo alcanzan a mirar la felicidad en quienes, paradójicamente, ni tienen ni viven lo que ellas y ellos falsamente profesan tener o poseer pero, sin embargo, están en una posición de mayor entusiasmo y optimismo en la vida… las y los enmascarados ni siquiera ven a la felicidad sino que solo la logran mirar; visualizan el tránsito de la misma sin poder despertar para dejar todo lo que siguen haciendo y poder vivirla. Lo que sí abrazan es a la falsedad, que pasa a ser su uniforme de todos los días.
Y, ¿Sobre las ataduras? Decir que también son esas cárceles internas que han venido “de fábrica” cuando nacemos, y que, inexplicablemente, en vez de evitar ser huéspedes, nos dejamos arrastrar para ser “clientes frecuentes”. Me permito parafrasear otra de las conversaciones con aquel buen amigo sacerdote jesuita que Dios me regaló poder conocerlo y aprender mucho de él; me decía: hay muchos tipos de ataduras, una de las más seductoras y que genera mucha ansia de caer en ella y pasar, de concretarla, a que nos posea y nos esclavice, es el dinero. Hay quienes despiertan pensando en números, en cómo “tener más”. No es un delito ni humano ni divino trabajar con honradez y honor para alcanzar mayor bienestar individual y colectivo. El problema está cuando no se cae en cuenta de que se desprecia al que “no tiene”, en exclusivamente respirar para acrecentar los fondos bancarios, en perseguir que la vida gire en torno a contar y vivir con: lujos, bienes suntuarios, consumismo, artículos innecesarios, y olvidarme de los demás. Es muy fácil identificar a quienes son reos del dinero: generalmente tienen “máscaras puestas” (apariencias), no necesariamente de dinero, aunque podría serlo (jactarse de únicamente comprar en lugares donde el alto valor económico es la regla, por ejemplo), sí de lo emocional, por citar el afirmar que dentro del hogar todo es armonía, unión y amor, cuando lo que realmente ocurre es que hay conflictos, división y casi nada de amor; y cuando se llega a evidenciar, en el transcurrir del tiempo, que se cometió ilícito(s) para que el dinero acumulado, o no se pierda, o se mantenga y se incremente, lo que provoca es comentarios de deshonra moral y condena. Estas personas privadas de la libertad del alma no se conduelen ante la desgracia ajena, ni foránea (el prójimo, el desconocido, e incluso el conocido) ni propia (en su propia familia). Todos compiten. Todos corren. Todos tienen un pensamiento común: abarcar más.
Solo quiero cerrar con una frase que recuerdo la aprendí en mi primera convivencia con los hermanos salesianos, cuando nos proyectaron una película del cine (era mi primera vez que veía una película): Forrest Gump. En alguna parte de la cinta, él manifiesta (parafraseo): mi Madre dice que una persona únicamente necesita un poco de dinero para vivir, el resto es tan solo para presumir. ¿De qué sirve tener tanto? ¿De qué sirve haberme agotado lo más que he podido para mirar que puedo comprar “lo que se me antoje”, si no puedo comprar felicidad, si no puedo hallar sanación espiritual o física, si no puedo hacer lo que hoy hace aquel niño que tiene como cama la acera, o aquella mujer que su trabajo es vender caramelos en las calles, o aquel profesional que su sillón y escritorio son el vehículo para brindar el servicio de transporte personal: sonreír, pese a las carencias?