En estos días con motivo de la emergencia por el coronavirus, las redes han jugado, más que en otras ocasiones, un papel importantísimo. Las redes, en ciertos casos, han informado responsablemente, pero también han despertado el pánico y el miedo. Empero, el miedo per se no es malo. El miedo es una de las funciones básicas que le permiten al ser humano sobrevivir. El miedo, por ejemplo, nos obliga a alejarnos del peligro.
Frente a una situación adversa, el miedo también nos puede inmovilizar, también podemos desarrollar un sentimiento de negación de la realidad. Esa negación nos puede volver ciegos llevándonos a jugar con la muerte.
El miedo nos produce un malestar profundo. Recuerdo esa caricatura de Mafalda que decía “Paren el mundo porque me quiero bajar”. Bueno pues, este recogimiento o confinamiento obligatorios, que estamos viviendo por el coronavirus, es una suerte de paralización del mundo, pero no para bajarnos, pero sí para detener la cotidianidad. No sabemos o no somos conscientes de que han pasado muchos años en los que las familias no se han sentado a verse frente a frente y saber cómo piensa cada uno de sus miembros. Son muchos años que no hemos compartido un tiempo de juegos, de contar cuentos o algo más que no sea ver televisión en cada dormitorio.
El mundo se ha detenido y quizá sea el tiempo propicio para regresar a ver a los adultos mayores de nuestras familias. Quizá sean ellos quienes más sufren la incertidumbre de los días por venir. Ellos no solo necesitan alimentación, medicamentos o atención hospitalaria de urgencia. A más de la familia, necesitan de manera urgente que el Estado piense en estrategias creativas para velar por la salud mental. Se debe poner mayor énfasis cuando esos abuelitos, no tienen un círculo familiar acogiente…
“Paremos el mundo” pero no porque queremos bajarnos. Paremos el mundo para vernos y reencontrarnos, para ver el cielo sin contaminación, para escuchar el canto de los pájaros, para oír el viento… (O)