Que los revolucionarios no están hechos de la misma pasta que el común de los mortales es algo que desconcierta al público burgués, tan habituado a la vida apacible, y que se comprueba con Alexander Herzen, destacado intelectual ruso del siglo XIX y pilar fundamental en la propagación de las ideas libertarias que condujeron finalmente al derrocamiento del zarismo luego de más de tres siglos de dominio autocrático.
Su apellido es una invención de su padre, Iván Yákovlev, un aristócrata terrateniente que lo engendra ilegítimamente con Luisa Haag, una alemana protestante. Desde muy niño tuvo una sólida formación por parte de tutores alemanes, franceses y rusos. Herzen culminó meritoriamente la facultad de Física y Matemática en la Universidad de Moscú, pero su compromiso político es con los Decembristas (grupo de oficiales librepensadores que se sublevan contra el zar Nicolás I en diciembre de 1825).
Con Nikolay Ogariov estudian las teorías del filósofo francés, Saint Simon, razón por la que la Policía zarista lo arresta en 1834. Herzen escribe: “Soñábamos con la idea de iniciar en Rusia una nueva unión, según el ejemplo de los decembristas, y pensábamos en la ciencia como el método para llevarla a cabo. El Gobierno se esforzó en afianzar nuestras tendencias revolucionarias”. Es declarado culpable y es exiliado en Viatka.
En el exilio toma contacto con la dura realidad rusa y sus arcaicas estructuras, basadas en la arbitrariedad de una burocracia que obtiene del soborno el sostén de su vida parasitaria. Bajo el influjo del filósofo alemán Feuerbach se vuelve un hegeliano de izquierda e incluso concluye que la dialéctica es “el álgebra de la revolución”.
Al morir su padre hereda todas sus posesiones y se marcha de Rusia para combatir desde el exilio el zarismo, la autocracia y la servidumbre, según Herzen, los males que carcomen a su patria, al mismo tiempo que busca implantar la libertad y la igualdad entre los hombres. Pero la democracia de Occidente lo vuelve un revolucionario radical, pues le asquea la vida burguesa y ve al burgués como un ser mezquino y miserable.
Vive en la capital francesa la sacudida revolucionaria de 1848, en la que participa junto con Garibaldi y Víctor Hugo; escribe entonces: “Despotismo o socialismo: no hay otra elección...” y a su hijo le predica: “No construimos; destruimos. No proclamamos una nueva verdad; abolimos una vieja mentira. La única religión que te dejo es la religión revolucionaria de la transformación social”.