Administrar Quito es más difícil de lo que parece. Requiere detallado conocimiento de los problemas de una ciudad, capacidad demostrada de administrar organizaciones públicas, liderazgo para generar consensos en un concejo disperso, inteligencia para equilibrar el posicionamiento político de la ciudad y honestidad para alejarse de la amoralidad de la actual administración. Sería fácil resumir estos atributos diciendo que necesitamos cualquier cosa que se aleje lo más posible al actual alcalde. Sin embargo, hay que intentar ser específicos para evitar caos aún más graves. Para ello hay que evaluar una dicotomía evidente: ¿Se necesita un alcalde que priorice la recuperación del perfil político de la ciudad o uno que priorice la reconstrucción de la administración? Sugiero, con base en tres motivos, que el énfasis debe estar en la gestión.
Primero, no hay que ser un experto para darse cuenta de que la situación de la ciudad es crítica. Requiere una inyección de diligencia urgente que permita recuperar elementales sentidos de convivencia. Esta administración debería, por ejemplo, desmontar absurdas obsesiones en obtener estériles premios internacionales y reconstruir, una por una, las relaciones sensibles con quienes constituyen la ciudad. Eso demanda tiempo y energía.
Segundo, Quito tiene experiencia con quienes no supieron definir las líneas entre la intervención del Gobierno y la autonomía de la ciudad. Esto no significa opacarse o desatender disputas nacionales, pero es evidente que no hay forma de promocionar la ideología de una casa que está incendiándose. La mejor forma de dejar huella política es con resultados de gestión.
Tercero, Quito sabe lo que significa votar con base en resentimientos por perfiles sin experiencia. Se necesita un alcalde con conocimiento administrativo que no tome el Cabildo como novelería o como espacio de revanchismo. Hay que identificar a quienes quieran sacrificarse por la ciudad y descartar a quienes no encuentran otra forma para autopromocionarse. (O)