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El Telégrafo
Rodolfo Bueno

Al amigo que se va

09 de agosto de 2016

Aunque se fue para siempre en Nueva York, quiso ser enterrado en su tierra, Ecuador. Hablo de Alfonso Marat Bahamonde Reyes, el amigo de mi juventud. Unos partimos a Moscú, a educarnos para colaborar con el desarrollo del país, otros emigraron a EE.UU. porque el Ecuador de entonces no ofrecía más que un futuro sombrío. Los unos nos sacamos la lotería de vivir en la Unión Soviética, un país que nos dio de todo a cambio de nada: buena vida, cultura, vacaciones y excelente educación académica; los otros tuvieron que arriesgar sus vidas en Vietnam, para con mil y un sacrificios salir adelante. Alfonso fue uno de ellos. Trabajo negro no le faltó y, después de sudar la gota gorda, estudiaba inglés para ingresar a un instituto nocturno, tal como lo había hecho en Guayaquil, donde se graduó en el Borja Lavayen, luego de hacer los deberes y estudiar bajo la luz de las farolas de los parques públicos.

Cuando acabó sus estudios económicos-financieros, comenzó a trabajar en el Chase Manhattan Bank, poco a poco ascendió a escalones altos, tan altos como pocos ecuatorianos lo han logrado, y no se exagera, pues llegó a ser gerente de dicho banco en Puerto Rico, Bogotá, Buenos Aires, Santiago de Chile y Quito. Toda su brillante carrera no es un pelo de cochino, sino que la hizo a costa de mucho sudor y sacrificio.

Ya jubilado, regresó a su país, donde nunca fue bien reconocida su valía. No se hace referencia a las relaciones sociales, que nunca le faltaron, sino al aprovechamiento de su sapiencia para el desarrollo de su patria, tal como le hubiera gustado. ¿Por qué? No lo sé, pero lo cierto del caso es que, a pesar de sus esfuerzos, jamás pudo servirla como le hubiera gustado; esto le carcomía las entrañas y lo despechaba.

Pese a ello, jamás perdió su buen humor, su sempiterna sonrisa y su carácter jovial y bonachón. Siempre dispuesto a ayudar al que podía, aliviaba con su generosidad las necesidades del prójimo. De convicciones firmes -como debe ser-, defendía sus ideas de paz, libertad y justicia con vehemencia, pero respetando la opinión ajena. Nuestras discusiones nunca tuvieron comienzo ni fin, eran una sucesión de argumentos que se fundamentaban en experiencias propias, pero tan propias que no podíamos renegar de ellas.

Pero, ahora que nos hace falta, le daríamos la razón en todo, con tal de verlo otra vez. Es que nos hace falta, mucha falta. Sin embargo, parte de sus convicciones en la existencia de algo supremo, divino, queda con nosotros. Tal vez por la necesidad que tenemos los mortales de saber a dónde vamos o tal vez por el hecho de que somos los únicos que nos planteamos preguntas que nunca podremos contestar. ¿Qué somos, para qué estamos aquí y qué nos espera después de nuestra definitiva partida? Guardemos la pequeña esperanza de que Alfonso, en nuestros sueños, nos ayude a despejar estas incógnitas.

Y el “No somos nada” resuena en nuestras mentes con el estrépito de mil caballos que, en la búsqueda de salida al laberinto de la vida, se desbocan espoleados por un inexistente látigo, dejando tras de sí un rastro de olores a flores e incienso. Ojalá sea cierto lo del túnel, en cuyo final se distingue una luz diáfana que provoca la paz consigo mismo, para que, en su momento, Alfonso sintiera la más absoluta armonía interior. (O)

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