Publicidad

Ecuador, 05 de Octubre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Aguaitando palabras

09 de noviembre de 2015

Me di cuenta del lenguaje distinto recién llegada a Quito hace más de dos décadas. Por aquellos días creía que tal vez solo la comida sería lo nuevo y empezó el miedo de no adaptarme enseguida a una ciudad que había conocido antes y en la que por primera vez fui testigo de un hecho poético y milagroso: una tarde, en el Castillo de Amaguaña, ¡vi granizar! y me sentí como el coronel Aureliano Buendía el día en que fue a conocer el hielo…

Aquella granizada me enseñó que el clima andino estaba hecho para cultivar los hábitos más solitarios en los silencios más prolongados. Fue entonces que comencé a diferenciar a los escritores de Guayaquil y Quito, y en sus prosas hallé los secretos del habla y la disciplina del lenguaje, y, lo más importante, cómo el Ecuador se diseminaba en esas páginas.

Pero quizá lo que más me perturbó de los amigos de la capital fue aquella idea de que Manabí únicamente era –es- mar y comida de pescados y crustáceos. Difícil me resultó explicar la razón montuvia y su distancia de la razón chola. Nadie me creía que durante largo tiempo mucha gente del campo manabita no conocía el mar y que cuando lo hacía era como descubrir un planeta de agua. Nuestras carreteras eran tortuosas y acceder a viajes así constituía un lujo para cualquiera que viviera, incluso, a mediados del siglo XX; y, además, el habla del campirano y el cholo tenían –tienen- también su propio caos referencial.

Era 1993 y un día compré un libro titulado ‘Fiesta de solitarios’, del escritor Raúl Vallejo, en cuya biografía decía que era de Manta. Rareza, porque yo creía que conocía casi a todos los que cometían literatura en esos lares. El libro de cuentos me impactó porque las situaciones y los personajes narrados estaban armados para que un lector tradicional no se quedara quieto pero continuara, o que, de plano, censurara el sagrado morbo del autor.

Este sábado me repetí la dosis completa de ‘Fiesta…’ para revivir el remoto hechizo, pero ocurrió una evocación literariamente vital: el cuento ‘Destellos en el mar’ me hizo reír de veras; hallé el habla de mi infancia, regada en la boca de mi abuelita, no solo por las palabras que montan el relato sino porque percibí que la razón montuvia se reproducía en los sesgos referenciales del habla de los mantenses.

Siempre me han gustado las palabras nuevas. Hubo un tiempo en que siendo niña yo andaba de arriba abajo con el Pequeño Larousse Ilustrado, cazando palabras. En este cuento de Vallejo se pasean las palabras que ayer –y hoy- son parte de su amplísimo repertorio literario. Será por eso que yo, de pronto, en plena lectura, me pesco también aguaitando palabras y, con ellas, todo el peso de mi historia. Desde que a una como niña o niño le “mandan” –de mandar y de mandado- hasta cuando repite los nombres más lindos y resulta que para otros son un chiste. Desde robarse un tarro de galletas hasta ver unos ojos negros redondos como pechiche. Pero “lo que más coraje me dio” es que no tengo más espacio aquí para seguir contando por qué Raúl Vallejo no ha olvidado sus vacaciones y los cuchecitos y los cangrejos que lo hicieron hombre. Un hombre de letras que, quedito, lo aguaita todo. (O)

Contenido externo patrocinado