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El Telégrafo

Abrazos gratis

15 de enero de 2013

Llegamos puntuales a la Plaza Grande de Quito. Éramos dos mujeres con un cartel en donde rezaba la frase que últimamente se va volviendo familiar: “Abrazos gratis”. Al principio, la gente nos quedaba mirando con expresiones que iban de la extrañeza a la simpatía, pasando por el desconcierto, el temor, la sospecha y hasta la burla. Algunos se detenían con algo similar a la intención de acogerse a esa nueva suerte de “servicio público” que se ofrecía gratuitamente al lado del león herido del monumento a los héroes del Diez de Agosto.

Fue un niño pequeño el que rompió el hielo. Se acercó a nosotras y deletreó lentamente, como todo niño que está aprendiendo a leer: “A-bra-zos-gra-tis”. Me miró con incredulidad y luego levantó sus bracitos en un gesto que lo decía todo. Se llevó el primer abrazo gratis del mediodía de aquel domingo. Y después, lentamente, las personas se nos fueron acercando a reclamar su abrazo gratis.

Curioso cómo un sencillo gesto humano puede despertar tantas reacciones, tan diferentes. Había quien nos miraba desde lejos y sonreía, pero cuando le hacíamos una seña para que se acercara por su abrazo, amablemente decían que no con la mano, con un movimiento de cabeza o con la pura expresión, cuando no con la boca. Hubo quien se acercó corriendo mientras proclamaba: “Yo quiero uno, yo quiero uno”.

Personas que se lo tomaban a risa y nos hacían reír a nosotras también. Personas que nos agradecían con toda el alma esta iniciativa. Gente que sin el menor pudor proclamaba, después de cada abrazo: “Ah… qué rico”. Gente que confesaba salir de ese par de abrazos fortalecida y llena de energía… Recuerdo, particularmente al hombre, ya mayor él, que comentó al pasar cerca de nosotras: “Abrazos gratis, abrazos gratis… ¡nada es gratis en esta vida!” y, por supuesto, no quiso recibir el suyo ni darnos el nuestro, o viceversa.

En esta ciudad que fue el convento en la época colonial, en esta ciudad en donde el mero contacto físico es considerado un tabú por muchas personas, el hecho de abrir los brazos y estrechar entre ellos a tantas personas a quienes acabábamos de conocer en ese momento y con quienes posiblemente no nos volvamos a encontrar, nos dio una nueva dimensión de pertenencia a la especie humana, un sentido de hermandad y de complicidad difícil de describir con las simples palabras de una columna de opinión. Y si quieren saberlo, hagan la prueba: acudan a una plaza, un parque, una avenida con su cartelito de “Abrazos gratis”… y nos cuentan.

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