No es raro que se señale con el dedo al abogado que defiende algún cliente indagado por la justicia. En esta época de corrupción sin precedentes en el país, muchos colegas son cuestionados agriamente por defender a acusados en graves casos reñidos con la ley; ya saben, tal vez fungir de abogado del diablo, como en aquella clásica película de 1997, donde Kevin Lomax (K. Reeves), ingresa literalmente, al “infierno”, un bufete jurídico neoyorkino dirigido por el demonio, John Milton (A. Pacino).
Antaño se decía que una familia se prestigiaba si tenía entre sus miembros a un cura, un médico o, un abogado. Ser jurista no es fácil, es una profesión exigente que, a más de requerir mucho estudio y honestidad, implica compromiso con valores y principios morales, también la incesante búsqueda de la justicia a través de la verdad y el Derecho; “La lucha por el derecho es la poesía del carácter”, dijo Jhering; por lo que no habrá justicia como idea y práctica, sin abogados. El abogado está para servir, ante todo, al interés público, vocación que lo ennoblece, evitando caer en crisis de moralidad.
El abogado puede ser asesor, consultor, profesor o juez, pero nunca puede ser un sujeto funcional a la mala política y el abuso del poder. El abogado penalista, por ejemplo, puede defender a un delincuente -aunque el caso le plantee dilemas éticos-, siempre que, como es su obligación, busque respeto a los derechos de defensa y presunción de inocencia, y un juicio justo con garantías, precisamente, para que la sanción sea legítima. El abogado no solo está para servir al cliente sin defraudarlo, a quien enfrentará con la realidad evitando litigiosidad y mala fe, sino, sobre todo, a la colectividad; su misión es de importancia social. El abogado debe excusarse de patrocinar una causa donde haya conflicto de interés. Siempre la puerta del averno estará abierta para cualquier profesional, pero es su elección, entrar o no, he allí la diferencia. (O)