El destino teje momentos misteriosos y juega extrañas partidas de ajedrez en las que, al final, todos recibiremos mate. Por ejemplo, al presidente John F. Kennedy supuestamente lo asesinó Lee Harvey Oswald. Pero en verdad lo mató una rubia juguetona y una erección indeseada.
El presidente Kennedy nunca imaginó que una travesura pudiera costarle la vida. La historia registra el 22 de noviembre de 1963 como el día de su muerte, pero su sentencia estuvo escrita desde una semana atrás cuando, jugando con cuernos, y no precisamente en un rodeo texano, tuvo una aparatosa caída.
Kennedy, con su pinta de niño bueno, estudiante aplicado y pulcro, era un fornicador promiscuo, implacable, vocacional y ansioso, que manejaba una amplia base de datos con sus otros hermanos -y con su mismo padre-, para compartir las más provocativas mujeres.
Inclusive cuando suspendió la invasión a Cuba, lo hizo porque no fue capaz de reunirse con su gabinete ni nadie de confianza: su esposa, Jackie, le había aruñado la cara porque ella estaba contagiada de alguna enfermedad que Kennedy había conseguido con alguna amiguita extra. Con fiebre y una buena dosis de antiobióticos, con su mujer convertida en fiera y con su cara hecha una miseria, lo que menos le importaba era lo que hiciera un tipo barbudo a 90 millas de distancia.
Todos a su alrededor, empezando por Jackie, su esposa, sabían que a Kennedy no le era difícil, en absoluto, disfrutar de todas las batallas de cama que se quisiera imaginar. Tenía el poder, que es el más irresistible afrodisíaco, y era joven, apuesto, famoso, saludable, y usuario del más lujoso y seguro motel del mundo: La Casa Blanca.
Sus amigos, y con mayor razón los que no lo eran, se retorcían de la más rabiosa y silenciada envidia, porque era conocido que a su lecho las mujeres caían en racimo, como bombas arrojadas desde un B-52.
Ocho días antes de aquella tarde en Dallas, jugando al lado de la piscina con una rubia escultural y sin bikini, que pataleaba entre sus brazos, el presidente cayó sobre el piso mojado. La rubia, con todas sus deliciosas curvas, le cayó sobre su vientre y, por primera vez con una mujer encima, el presidente dio un grito, no de placer, sino de dolor.
Resultado: fin de la fiesta, vértebra dislocada, disculpa inventada a su mujer, y corsé para mantener recta la espalda. Ocho días más tarde, en Dallas y desde no se sabe dónde, un primer balazo le pegó en el cuello.
Sin el chaleco ortopédico, Kennedy se habría derrumbado y no hubiera recibido más heridas. Hubiese sobrevivido, porque ese primer balazo era grave pero no mortal. Pero el chaleco lo mantuvo erecto. Entonces un balazo más. El corsé funcionó porque el hombre siguió tieso, sin caerse. Otro balazo. Y la muerte. Lo mató la erección de su espalda.
Aquí, también, el final es sorprendente:
L. Viol vs. Enten, Wiesbaden 2013