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El Telégrafo
Ramiro Díez

A propósito de corazones y Mandela

11 de julio de 2013

Era una familia sudafricana de clase media pobre, hasta que su padre se vinculó a actividades religiosas que le significaron creciente bienestar. Un día, sus dos hijos corrían tras un balón, y el más pequeño, de cinco años, cayó para no levantarse nunca más. Su hermano mayor, de nueve años, intentó reanimarlo en vano.

Después supo que había sido un infarto fulminante. Entonces, en silencio, se hizo la promesa de convertirse en médico. Ese niño, con aquella idea fija, hizo realidad su sueño, y fue conocido después como Christian Barnard, el primer cirujano en realizar un trasplante de corazón.

Aquella era una operación de inmensos riesgos. Por eso los primeros pacientes fueron cerdos, perros y mandriles. Cuando la técnica estuvo garantizada, se esperó al paciente receptor, ansioso por prolongar su vida, y al donante involuntario.

Y llegó el momento: el enfermo era Philip Blaiberg, descendiente de alemanes, de 40 años, y tenía las horas contadas. El donante, declarado clínicamente muerto, tras un accidente de autos, tenía veinte años y el corazón sano. Era Clive Haupt, un mestizo.

Tras varias horas, los especialistas lograron el prodigio: el corazón de Haupt empezó a latir en el pecho de Blaiberg y la ciencia se congratuló de salvar una vida y abrir las puertas para muchas otras.

Pero las puertas que se abrieron, fueron las de la cárcel. Cuando la feliz noticia se dio a conocer al mundo, Christian Barnard fue acusado de dos actos criminales. El primero, permitir el ingreso de un paciente mestizo a un hospital de blancos. El segundo, “contaminar” el cuerpo de un blanco con el corazón de un mestizo.

Barnard  fue salvado de las rejas solo por la presión internacional.  En ese momento se convirtió en el médico más famoso del mundo y le llovieron invitaciones, premios, distinciones, aplausos, oportunidades. Y también mujeres. Pero esos asuntos del corazón son otra historia. Lo importante, ahora, es saber lo que pasó con el paciente.

Philip Blaiberg salvó su vida, solamente para ser testigo de lo increíble: tanto sus amigos, como parte de su familia, lo abandonaron y le retiraron el saludo. La poderosa razón era que tenía un corazón de mestizo.  Blaiberg, solitario, murió de depresión un año más tarde. Tenía corazón de mestizo. Los otros, ninguno.

Esto, para recordar a otra víctima del racismo: al sudafricano Nelson Mandela. Y no todas las víctimas del racismo se están despidiendo de este mundo, como este gran líder. Millones de víctimas más, todavía no han nacido. Se pueden cambiar corazones. Pero para conciencias y prejuicios, no hay bisturí que valga.

Eso es lo bello del ajedrez. Que los colores no ocultan ni la inteligencia ni la dignidad.

Wexler vs. Bazan, Mar del Plata, 1960

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