Es innegable que la confluencia lograda entre Podemos e Izquierda Unida de cara a las próximas elecciones generales españolas haya suscitado un maremoto de emociones y expectativas entre quienes desean genuinamente imprimir un giro político al país ibérico. Hace algunos días un conmovedor encuentro entre el histórico dirigente comunista Julio Anguita y el líder de Podemos Pablo Iglesias sirvió de sigilo simbólico a la alianza. “Te esperaba desde el 77, Pablo”, dijo emotivamente el anciano político.
Si sumamos aritméticamente los votos obtenidos por ambas formaciones en las elecciones del pasado diciembre, se daría el tan anhelado ‘sorpasso’ del PSOE. ¿Será este el paso decisivo para suplantar los socialistas como alternativa de gobierno a los populares e incluso para insidiar a estos últimos? La alianza es, de alguna manera, un acto debido. Las urnas arrojaron en diciembre un parlamento incapaz de formar una mayoría. Podemos e IU proponen, objetivamente, cosas muy similares. El sistema electoral español castiga ferozmente a los partidos más pequeños, desperdiciando así millares de votos. Si consideramos estos tres elementos, la alianza se impone como la movida más lógica para intentar desquiciar una situación de impasse, puesto que, según las encuestas, el electorado mantenga preferencias parecidas a las de hace algunos meses. Tácticamente, el razonamiento no tiene vuelta de hoja.
Sin embargo, a veces lo que resulta tácticamente irreprensible choca estruendosamente con la estrategia, sin contar que la aritmética puede ser una muy mala consejera en la política. Si la alianza es la solución más lógica, ¿por qué no se dio en las últimas elecciones? O más radicalmente aún, ¿qué sentido tenía Podemos si ya existía Izquierda Unida? El tema es que la apuesta política de Podemos ha sido justamente la de distanciarse de los significantes más clásicos (y desacreditados) de la izquierda para poder salir del círculo minoritario en el cual se ha situado desde hace algunas décadas. Por eso ahora asombra ver a Iglesias junto a Anguita por debajo de las tricolores republicanas, después de haber intentado apropiarse con tanto ímpetu de la Rojigualda.
La cuestión no es baladí, ya que no constituyó un fútil artilugio de marketing comunicacional. El filósofo francés Jacques Derrida nos ayuda a entender la formación de las identidades a través del concepto de ‘exterior constitutivo’: para no alargar el cuento baste mencionar que cada identidad se construye a través de la relación establecida con otras identidades. Si bien los verdaderos adversarios de Podemos han sido el sistema político del 78 y sus compinches corporativos, la diferenciación con la vieja izquierda ha jugado un rol clave para poder apelar a toda una parte de la población ajena al mundillo de la militancia. Romper con esa diferenciación significa poner en duda el leitmotiv fundacional de Podemos. Es por eso que Podemos tendrá que cuidar mucho la forma en que la confluencia es presentada y manejada.
En este sentido, el secretario político Íñigo Errejón es a menudo acusado de excesiva moderación por la cautela con la cual se refiere a la asociación con todo lo que suene demasiado de izquierda. El reproche es insensato: se trata de entender que cada identidad popular es siempre un sitio de tensión, ya que en él se inscribe una pluralidad de aspiraciones. La impureza y la ambigüedad son, por lo tanto, connaturales a una construcción que tenga una pretensión hegemónica: cualquier intransigencia ideológica se paga con la vuelta a la esquinita. Como nos recuerda el mismo Errejón en un tweet de hace algunos días: “Los momentos de (re)fundación democrática y construcción de nuevo interés general comienzan siempre por ‘We the people’. Nunca ‘We the left’”. (O)