Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, nos dice Ítalo Calvino en Ciudades Invisibles. Pero qué le acomete a quien visita la Ciudad de los Muertos (la necrópolis), los cementerios que, como la sociedad misma, reflejan geografías, clases sociales, desigualdades, encuentros, memorias y olvidos. Frente a los nichos, lápidas, monumentos de mármoles de Carrara o tierra pisoteada, el espectador acaso se cuestiona sobre la metáfora del ser y estar.
En el famoso verso virgiliano, donde relata la escena de Eneas y la Sibila quienes bajaban al infierno, e Ibant obscuri sola sub nocte per umbram (iban oscuros bajo la noche solitaria por entre la sombra), la transposición del lenguaje no es otra cosa que la precariedad de la existencia. Y está el fulminante texto de Francisco de Quevedo y Villegas: ...su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido. / Polvo serán, mas polvo enamorado. Sin olvidar, las perdurables coplas que escribiera Jorge Manrique a la muerte de su padre en el siglo XV: Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando…
Y esto porque tengo en mis manos el libro Historia de la muerte en Quito, del historiador Javier Gómez Jurado Zevallos así que, como el lector sabe, un texto remite a otro de manera especial cuando se trata de un tema que en definitiva creó las religiones y, sin duda, nos lleva a pensar sobre la fragilidad humana. Este tratado sobre la muerte no agota el tema de la otrora franciscana urbe sino que –merced a la rigurosa investigación- nos devela desde los orígenes y los rituales, pasando por las prácticas funerarias precolombinas, el tremendismo de la época colonial, los funestos sucesos de los magnicidios de finales del XIX o inicios del XX, presentes en los desdichados Gabriel García Moreno y Eloy Alfaro, así como los ajusticiamientos en nombre de una verdad única o los crímenes que asolaron la ciudad de las campanas. Todo esto, por lo que también se agradece al autor, con citas poéticas en torno al tema tratado así como una parte fundamental que es la cultura popular de guaguas de pan y colada morada, junto con fotografías históricas.
La obra devela los misterios de la Parca y su guadaña, que no distingue ni clases ni colores. Se lee por ejemplo, en sus 340 páginas, que el primer cementerio de la ciudad estuvo listo hacia 1538; que Cantuña tenía su propia lápida que aún se conserva; que la cabeza del virrey Blasco Núñez de Vela rodó en Iñaquito; que Sebastiana de Casso en el siglo XVII, cuando desenterraron su tumba, fue encontrada incorrupta; que Francisco Auqui –hijo de Atahualpa- testó en 1582 y dispuso cincuenta misas por su alma o el encomendero Rodrigo Salazar pagó una misa cantada “por las ánimas de los negros y negras que se me han muerto”; que José María Velasco Ibarra murió por amor... El libro es fascinante y leerlo es también un bálsamo. La muerte solo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida, escribió André Malraux.(O)