Gabriel García Márquez -quien aún no había imaginado a Remedios la Bella de las mariposas amarillas- acababa de llegar a México DF, después de un periplo en auto desde Nueva York para sentir los ambientes sureños que tanto amaba en las novelas de los escritores gringos tipo William Faulkner.
En México estaba su compadre Álvaro Mutis, quien le había provisto de pequeños depósitos durante el viaje y aún le ataba la pesadilla de una de las peores cárceles del mundo que está presente en Diario de Lecumberri, donde había padecido 15 meses por culpa de su generosidad con la plata ajena de una transnacional, donde era su relacionista público.
En fin, aún eran jóvenes y el compadre del Gabo aún le faltaban muchos años para sugerirle al futuro Premio Nobel de Literatura que contara el último viaje del Libertador de regreso por el río Magdalena para morir en Santa Marta, descrito en El general en su laberinto.
Como sea, un día el Gabo le preguntó cuáles eran los escritores que debía leer de México. En la biografía El viaje a la semilla, de Dasso Saldívar, se lee el momento: “Mutis le dijo que no leyera nada hasta que él no volviera y al poco tiempo regresó con un paquete de libros, separó los más delgados y le dijo: ‘Léase esta vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe’.
Eran Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo. Esa noche no se acostó hasta agotar la segunda lectura… García Márquez se volvió loco con Rulfo, se lo aprendió de memoria y lo recitaba a todo el que quisiera escucharlo”. Tras escribir un último relato, El mar del tiempo perdido, de clara influencia del creador de la fantasmagórica Comala, no intentaría nada hasta cuatro años después cuando inició Cien años de soledad. El escritor de Aracataca recordaría en sus memorias: “Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante”.
Esto a propósito de que el próximo 16 de mayo se conmemorarán los 100 años del nacimiento de Rulfo, que abandonó la escritura después de esos dos pequeños libros justificándose porque su tío Celerino había muerto y él era “quien le platicaba todo”.
“Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro -El llano en llamas, 1953- hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta”, refiere Borges, quien aseguraba que, pese a los análisis, nadie ha podido destejer el arco iris, citando a Kets.
Borges, que no era dado al elogio, escribió: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”. El inicio dice así: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera…”. (O)