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El Telégrafo

Los seguidores de Salomón

29 de septiembre de 2016

En estos días, en estos aciagos días, las redes están inundadas de improperios. Cuando eso sucede, nada mejor que volver a las palabras antiguas, escritas desde las diversas visiones, para buscar algo de aliento. Y esto, porque algunos parecen haberse convertido en notarios de la desesperanza.

Mas, como se sabe, a lo largo de la historia han existido prodigios de sabiduría. Fue proverbial Salomón. Su historia es harto conocida. Dos mujeres comparecieron ante el rey Salomón con dos bebés, uno muerto y otro vivo. Ambas afirmaban que el niño vivo les pertenecía, y decían que el muerto era de la otra. Así inicia uno de los relatos más admirables de este rey sabio, que al final -después de proponer partir al niño- la madre verdadera está dispuesta a entregarlo a la otra, lo que prueba su desprendimiento.

Aquí alguno de sus proverbios: “Mejor es un mendrugo de pan a secas, pero con tranquilidad, que casa llena de sacrificios de discordia”. Otra de sus sentencias fue: “El malo está atento a los labios inicuos, el mentiroso presta oído a la lengua perversa”, además nos dejó estas palabras que -como toda cosa dicha por los antiguos- perdura en estos días: “Quien se burla de un pobre, ultraja a su Hacedor, quien se ríe de la desgracia no quedará impune”.

Bien se sabe que los humanos que acumulan objetos no siempre acumulan sabiduría. Así se deduce de este mundo donde tener es mejor que saber, donde la ostentación es el fetiche de una sociedad que premia a quienes considera prósperos, por el hecho de tener dinero. Y ese es un tema recurrente desde aquel famoso poema de Quevedo llamado ‘Poderoso caballero es don Dinero’. Porque se requiere, al parecer, de sensatez para distinguir la paja del trigo.

De allí que Amiel decía: “La sabiduría consiste en juzgar el buen sentido y la locura, y en prestarse a la ilusión universal sin dejarse engañar por ella”. “La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversidad”, era una de las frases de Aristóteles, quien, por cierto, también es uno de los pilares de lo que es Occidente.

Un personaje singular fue Diógenes. Despreciaba el poder y, cuenta la leyenda, vivía en un simple tonel. “La sabiduría sirve de freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de ornato a los ricos”, decía este hombre que llevaba una linterna en pleno día. Cuando le preguntaban qué buscaba, respondía simplemente: “Busco la verdad”.

“Pensar y obrar, obrar y pensar es la suma de toda sabiduría”, dijo Goethe, quien antes de morir -casi gritando- pronunció la palabra luz, acaso refiriéndose a la necesidad que tenía ese momento el mundo de encontrar algo de iluminación.

Para Milton, en cambio: “La principal sabiduría no es el profundo conocimiento de las cosas remotas, desusadas, obscuras y sutiles, sino el de aquellas que en la vida cotidiana están ante nuestros ojos”, que nos evoca lo que en el siglo III antes de Nuestra Era dijo el filósofo chino Mencio cuando nos recordó que dejamos de ser algo humanos el día en que perdemos el asombro de los niños. “Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado”, fue la sentencia de Napoleón. (O)

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