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El Telégrafo
Rafael Correa, Presidente de la República del Ecuador

Reflexión dominical

La supremacía del trabajo humano

Reflexión dominical
16 de noviembre de 2014

Hace 92 años, el 15 de noviembre de 1922, centenas de sencillos hombres y mujeres que participaron en un levantamiento popular fueron asesinados en las calles de Guayaquil. Era uno de los tantos períodos de dominio absoluto de la banca y de la plutocracia en el país, cuando ni siquiera existía moneda nacional y esta era emitida por los mismos bancos y hasta por las haciendas de los ‘gran cacao’. Para ocultar la matanza, los cadáveres fueron echados al río Guayas, y el pueblo lanzó flores y cruces sobre el agua para recordar a los caídos.

Para nuestros trabajadores la lección histórica de esa matanza es reconocer a sus verdaderos adversarios, no confundir el objetivo de su emancipación con los intereses coyunturales de dirigentes o agrupaciones que no diferencian capital de trabajo, Estado de empresa, lo público de lo mercantil. Ni siquiera diferencian revolución de restauración.

La dignidad del trabajo humano

La supremacía del trabajo humano sobre el capital es el signo fundamental del Socialismo del Siglo XXI y de nuestra Revolución Ciudadana. Es lo que nos define, más aún cuando enfrentamos un mundo completamente dominado por el capital. No puede existir verdadera justicia social sin esta supremacía del trabajo humano, expresada en salarios dignos, estabilidad laboral, adecuado ambiente de trabajo, seguridad social, justa repartición del producto social.

La gran sacrificada en la larga y triste noche neoliberal fue sin duda la clase trabajadora. Se convirtió al trabajo humano en un instrumento más de acumulación del capital, cuando el trabajo humano tiene un valor ético, porque no es objeto, es sujeto; no es un medio de producción, es el fin mismo de la producción.

El salario es pan, sustento, dignidad y uno de los fundamentales instrumentos de distribución, justicia y equidad; y el trabajo no es solo el esfuerzo para la generación de riqueza, sino una forma vital de llenar nuestra existencia.

Por ello, nuestra revolución no puede hablar de  ‘mercado de trabajo’ o ‘capital humano’, aberraciones que reducen al trabajo humano a una simple mercancía o factor de producción, y a los salarios a un precio más a ser establecido por las supuestas fuerzas del mercado.

Nuestra revolución debe hablar de un ‘sistema laboral’, donde la participación del Estado y del sindicalismo es fundamental, sistema laboral que debe reconocer el trabajo en todas sus formas: dependiente, independiente, pero también el trabajo no mercantil, y con ello, garantizar el derecho que tiene toda persona al final de su vida productiva para gozar de una jubilación digna. Esto implica también rechazar las categorías capitalistas-mercantilistas, donde todo aquel que no trabaja para el mercado es sencillamente económicamente inactivo.

Reconocer estos derechos también significa entender nuestros deberes, donde todos debemos aportar con nuestro trabajo para una sociedad mejor, para el Buen Vivir. El trabajo como derecho y como deber. Como dice San Pablo: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3, 10).

El sindicato como escudo ante el capital

El sindicato es la asociación de trabajadores que se juntan para hacer justicia en común. Nació para protegerse de los abusos del capitalismo salvaje de la Revolución Industrial.

Con la consolidación de los Estado-Nación se establecieron leyes para garantizar los derechos de los trabajadores, y los sindicatos fueron evolucionando para obtener, por medio de la contratación colectiva, mayores beneficios de los que la ley establecía y, así, disputarle renta al capital.

Con los gobiernos progresistas de América Latina las leyes a favor de la clase trabajadora se han profundizado. En Ecuador terminamos con la tercerización; con la semiesclavitud de las empleadas domésticas; con la impunidad ante la falta de aseguramiento social. Hoy tenemos un salario mínimo que cubre la canasta básica y el más alto en términos reales de la región andina. Tenemos una de las más bajas tasas de desempleo de la historia y prácticamente pleno empleo para los ciudadanos con discapacidad.

También se cumplen los derechos para la clase trabajadora y sus familias, con educación, salud, seguridad, servicios públicos completamente gratuitos. Las demandas de los trabajadores han sido atendidas como nunca antes, porque somos el gobierno de los trabajadores.

Hemos hecho aportes revolucionarios en políticas laborales. Para solucionar el clásico problema de ‘mal con el capital pagando salarios de miseria, pero peor sin él por el desempleo’, somos el único país del mundo que permite pagar un salario mínimo, pero impide a las empresas tener utilidades hasta lograr para todos sus trabajadores un salario digno, es decir, aquel que permita a las familia del trabajador salir de la pobreza. A diferencia del socialismo tradicional, que proponía abolir la propiedad privada, utilizamos instrumentos modernos, y algunos inéditos, para mitigar las tensiones entre capital y trabajo.

No se trata solamente de mejoras en el ingreso y en las condiciones de trabajo, se trata de la dignificación del ser humano y de su trabajo, por encima del capital y del mercado. Nadie puede negar los avances del país y de su clase trabajadora. Sin embargo, los mismos de siempre marchan con su violencia y amargura, para supuestamente rechazar las políticas ‘antiobreras’ del Gobierno.

Lamentablemente, pareciera que en Ecuador el discurso sindical no ha variado mucho de aquel de la Revolución Industrial, desconociendo la consolidación de los Estados nacionales y una nueva dimensión que no existía en la original dicotomía entre capital y trabajo: lo público, expresado en el Estado como representación institucionalizada de la sociedad.

Ciertos líderes sindicales mantienen el mismo discurso, así tengan que tratar con una empresa privada, con una transnacional, con un municipio o con un gobierno de la clase trabajadora, como lo es el de la Revolución Ciudadana. No se entiende que cuando se disputa renta al capital privado, se afecta al accionista, pero cuando se disputa renta al Estado, se afecta a la sociedad. En el primer caso, probablemente en forma legítima, disminuye la rentabilidad de las acciones; en el segundo, en forma ilegítima, disminuyen los libros para nuestros niños, las medicinas para nuestras familias, los caminos para nuestro pueblo.

Es necesaria una clara diferenciación entre lo privado y lo público, y de las correspondientes formas y objetivos de organización laboral.

Esto ya se ha recogido en otros ámbitos como el del derecho. En derecho privado, todo lo que no esté expresamente prohibido, está permitido. En derecho público, todo lo que no está expresamente permitido, está prohibido. La lógica es cuidar el bien común.

En el sector privado, con la contratación colectiva se busca disputar renta al capital. En el sector público esto no tiene sentido, cuando la sociedad es la empleadora y cuando, a diferencia del capital privado, muchas veces el representante de lo público no tiene adecuados incentivos para defender el bien común. En lo público, los derechos y las conquistas deben estar establecidos en la ley, no en función de la capacidad de negociación de cada grupo.

Esto no implica, como algunos pretenden, disminuir la organización laboral en el sector público ni el derecho fundamental a la huelga. Por el contrario, deben fortalecerse para que los trabajadores públicos tengan instrumentos para hacer respetar la ley o para evitar los llamados ‘abusos del derecho’, es decir, formas legales pero ilegítimas de atentar contra los derechos de los trabajadores.

No podemos continuar con  el mismo discurso sindical anacrónico. El sindicalismo moderno debe buscar la supremacía del trabajo humano sobre el capital, sin negar la existencia y necesidad de este último, y en este contexto buscar solucionar las tensiones capital-trabajo; no puede caer en el anarcosindicalismo que considera al Estado su enemigo e intenta reemplazarlo; debe entender lo público como lo que es: de todos.

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