Ecuador es tierra de relatos fantásticos. Aquí uno, que aún cuentan nuestros mayores. Corrían los tranquilos años cincuenta del siglo pasado. A Huaca, en Carchi, apenas habían llegado los comentarios de la guerra. El pueblo, enclavado en la colina, era un reguero de casas blanqueadas con cal y techumbre de paja.
Los chiquillos fueron los primeros en advertir la presencia de un hombre extraño. Desde lejos, observaron que iba montado en una bicicleta de manubrios, que parecían de plata, y llevaba una suerte de sombrilla para protegerse del clima. Era enjuto y vestía un abrigo negro, sombrero de copa y lentes gruesos. En la parrilla de artilugio iba instalado un baúl forrado de cuero, desde donde salían unas correas herrumbradas.
Pasó raudo por donde estaban los muchachos. Al poco rato, debido al mal estado del camino, se estrelló en el sector de Monte Oscuro. No se había levantado aún, cuando tenía alrededor a toda la chiquillada condolida por el percance, y curiosa, sobre todo porque el baúl quedó destrozado, descubriéndose entonces un tesoro de novedades: espejos, cuchillas de afeitar, jabones de olores de sándalo, pañuelos de seda, hilos de colores, agujas para zurcir, dedales y telas brillantes.
Al sacarse los lentes para limpiarlos, unos ojos negros penetrantes miraron a los niños. Tenía una nariz ganchuda y pequeños rizos le colgaban de las orejas cansadas. No había duda, se trataba del Judío Errante.
-¡No tengo ninguna parte a dónde ir!- alcanzó a decir. Eso no impidió que los niños salieran disparados a dar aviso a sus padres. Habían escuchado que el Judío Errante vagaba por el mundo en castigo por no haber ayudado a Cristo a cargar la cruz, camino del Gólgota. Se sabía que, tras la maldición, se había convertido en un errante impertinente, que no le faltaban unos centavos para pagar su austera comida. Los chicos recién habían salido del catecismo, así que se acordaron de eso, de dar de comer al hambriento, como hace tiempo dijo el profeta que caminaba por las aguas y multiplicaba panes y peces.
No se les ocurrió mejor cosa que llevarlo con el cura del pueblo, mientras los más fornidos arrastraban, casi a cuestas, la destartalada bicicleta. El párroco lo recibió con una metralla de preguntas y después de comprobar que no era el mentado personaje de leyenda, le ofreció posada por un día.
Pero los mozuelos no se equivocaron en algo: era judío y se llamaba Samuel Kindermann. Al otro día, un poco repuesto y después de haber recuperado sus pertenencias, apareció con una vitrola para pregonar sus baratijas. A la salida de misa inició un canto: “Con real y medio me compré una chiva / esa chiva me parió un chivito / ese chivito lo vendí y me compré un puerquito”.
No tardó mucho en prestar dinero en usura, sin importar si fueran necesitados. Pasaron los años y amasó una buena fortuna, merced de la explotación de sus altísimos intereses. Un día, apareció muerto. Al poco, apareció alguien con similares características. Dijo que era su hermano y se llevó todo lo acumulado, cantando una canción: “Con real y medio me compré una chiva”… (O)