El rito conlleva actos simbólicos y mensajes implícitos. De hecho, expresa una tradición. No siempre es fácil modificarlo, resignificarlo o eliminarlo del imaginario colectivo, lo que supone una serie de rupturas con sus respectivos efectos y consecuencias, no necesariamente perniciosos. Y a pesar de ello, en los procesos de transformación hay que hacerlo, si de verdad constituyen un acto revolucionario.
Claro, el rito no se entiende por fuera del mito y este contiene su propia carga simbólica y solamente actúa y se refleja en una comunidad concreta (aunque sea todo un planeta) donde se conecta con los seres humanos que la habitan.
Los autores y especialistas -en resumen- observan en el mito algunas funciones, pero para lo que ahora toca podemos hablar de una: la sociológica. Quizá sea esta la más tratada para asuntos políticos.
El mito -junto al rito- legitima y valida el orden social existente, predominante. De ese modo tenemos una secuencia invariable de determinadas visiones, acciones y tradiciones. Y ya sabemos que en la política, como en la religión, ese mito existe por una suerte de dominación de determinadas personas o de grupos sobre otros. La Historia está plagada de etapas y acontecimientos donde el mito revela a una sociedad y sus complejidades, tensiones y hasta rupturas. Por eso, cuando hay un cambio de mando militar, religioso o político, el rito nos devuelve a determinadas tradiciones y nos coloca en un tiempo histórico, aunque sea por una hora.
Uno de los mitos “consensuados”, si cabe el término, ha sido que las Fuerzas Armadas -de América Latina por lo menos- son la columna vertebral de la nación. Y eso, además, se ha trasladado (¿inconscientemente?) a la democracia y al Estado, en todas sus complejidades. Así, sin mayor discusión, casi como un lugar común y muchas veces como una verdad impuesta que ningún mandatario, analista, académico, periodista o un simple curita podría desdecir.
En otras palabras, parecería que por el solo hecho de existir fueran la garantía plena de la misma democracia, de sus instituciones y de la vida de la sociedad. Sin las Fuerzas Armadas (como en todo organismo que cuenta con una columna vertebral) esa sociedad, hipotéticamente, no caminaría, quedaría paralizada y sería un ser vegetativo, si forzamos un poco el símil. Por eso nos hemos convencido -socialmente- de que esa imagen, figura o mito es inamovible, debe reafirmarse en cada rito y asumirse como parte de una tradición. En Ecuador, por décadas enteras, el rol de los militares en el devenir de la democracia ha sido activo, a veces determinante y, en otras tantas, protagónico. Y nadie duda de que algunos militares han contribuido patriota e históricamente en los cambios profundos de nuestra sociedad. Quizá por eso tenemos gestas y actos gloriosos que nos regocijan y hasta conmueven cuando escuchamos una marcha, un himno o una simple canción marcial. Y ahí reaparece el mito y su carga simbólica y sicológica.
Joseph Campbell explica todo esto (sin aludir directamente al tema coyuntural que nos atañe) con sabiduría en dos libros indispensables para entender este asunto: El Poder del Mito y El héroe de las mil caras. Y quizá por ahí habría alguna respuesta para entender el comportamiento de una serie de personas ligadas a la vida militar (no solo oficiales o autoridades de este campo, hay desde periodistas hasta empresarios) cuando se intenta desmitificar esos postulados que dicen, por ejemplo, que siendo dicha institución la columna vertebral de la nación y de la democracia, no puede modificarse en su interior ni siquiera una situación de inequidad o desigualdad.
Por si acaso, nadie duda de la necesidad de una fuerza armada para garantizar la soberanía y la integridad territorial. Cualquier tratado de Ciencias Políticas la reivindica y a la vez explica cómo se ha constituido en una pieza clave de la convivencia en las sociedades modernas. Pero al mismo tiempo, en el desarrollo de esa sociedad se alcanzó a desmontar la idea de que el poder civil no podía gobernar a esa fuerza armada, además de aquello de la obediencia y el sinnúmero de leyes y normativas para restringir el uso de las armas por parte de los militares en la democracia.
Por todo eso es que debe haber sonado muy fuerte en algunos oídos la frase pronunciada por el presidente de la República, Rafael Correa Delgado, el viernes pasado en Parcayacu:
“Todos somos la columna vertebral de la Patria”. Y sí, suena fuerte porque resignifica un mito, una frase o una potente imagen instalada en el imaginario colectivo del país. Al mismo tiempo, sacude la conciencia de quienes por esa misma vía vieron en las Fuerzas Armadas, durante mucho tiempo, al árbitro de la democracia y acudieron a ellas para resolver, vía golpe o derrocamiento, la solución a los conflictos políticos de los civiles.
Al resignificarse, además, asoma un elemento cohesionador de la sociedad: civiles y militares debemos constituirnos en la columna vertebral de una nación que requiere de todos, sin discriminación, privilegios o desigualdades. Y convoca a mirar, con nuevos ojos, una realidad que debemos dejar atrás porque no ilumina necesariamente a ese mito, para que los nuevos ritos se alimenten de lo mejor del pasado y coloquen al futuro más cerca de nuestras certezas colectivas para construir la Nación de todos. (O)