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El Telégrafo

El mausoleo de la mama Lucha

03 de noviembre de 2016

Lo primero que nos contó, en las clases de Arte, Germán Ferro Medina fue el proceso de convencer a la mitad de un pueblo colombiano la importancia de sus difuntos. El hecho parecía inaudito: hace poco habían descubierto a cadáveres bien conservados por efectos del clima y ahora se requería que los deudos aceptaran que los cuerpos amados se convirtieran en una suerte de destino turístico, tal como las famosas momias de Guanajuato.

Como sea, tras un proceso de “socialización”, como ahora se dice, el “experimento” surtió efecto. Lo segundo, fue llevarnos al cementerio de San Diego porque, como decía, las necrópolis también son parte de las rutas artísticas. Pensé en el cementerio de La Recoleta o el lugar donde reposan los restos del poeta chileno Vicente Huidobro, donde en su lápida está una de las inscripciones más célebres: “Levanten está tumba, debajo de esta tumba está el mar”. Pero en Valparaíso no me atreví siquiera a sugerir acudir a ese lugar, porque teníamos pocas horas y además el enorme reloj de flores era un atractivo más adecuado para la comitiva.

Ya en el camposanto quiteño, los entonces estudiantes llegamos a una tumba humilde con una geranio marchito. Se trataba del lugar de entierro del 5 veces presidente del Ecuador, José María Velasco Ibarra, que un mes antes de su deceso pidió morir ante la partida de su amada Corina.

Tras visitar los mausoleos portentosos y deshechos, algunos con mármol de Carrara, de los prohombres de la Patria, el profesor Ferro nos llevó directamente a un lugar especial. Con fotografía incluida y numerosas flores, nos hallamos frente a frente con el suntuoso aposento donde reposan los restos de Luz María Endara, más conocida como ‘mama Lucha’, en los bajos fondos quiteños. ¡Qué diferencia con la tumba olvidada de Velasco Ibarra!

Además, el panteonero nos contó que por estos días, al son de mariachis, colada morada y guaguas de pan para todos, los deudos de esta matrona de los submundos es recordada como si ya mismo estuviera en camino de un inminente viaje al Vaticano. Fue inevitable recordar el cuento ‘La Santa’, en el que Gabriel García Márquez relata las tribulaciones de un padre que llega hasta la mismísima Roma con el ataúd de su hija incorrupta, en medio de olores de azahares, para que la reciba el papa de turno y la lleve a los altares.

Es de esas clases, pero creo que desde antes, que me entró el gusto de visitar los cementerios. He mirado el de Salango, frente al mar, y también los sitios olvidados. He caminado por los cementerios indígenas de San Roque, donde llevan la comida que le agradaba al difunto. En Tulcán, en medio de árboles esculpidos, la muerte parece mentira.

El año pasado, acudí a Cuambo, parte de las antiguas haciendas cañeras jesuitas en la época colonial. Las calaveras todas blancas son, dice la canción. De a poco, los descendientes de los esclavizados iniciaron su lento peregrinaje. Fue allí donde entendí el poema de Jorge Manrique, del siglo XV: “Recuerde el alma dormida,/ avive el seso e despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando…”. (O)

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