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El Telégrafo
Fander Falconí

Cambiar de modelo... urbano

27 de abril de 2016

Los quiteños que eran adolescentes hace 45 años (alrededor de 1971) recordarán que la actual avenida González Suárez, al norte de la ciudad, no tenía edificaciones de más de un piso. No era porque faltaran servicios básicos, además, la mencionada avenida ya estaba pavimentada. Hasta el Hotel Quito, se extendía hacia abajo, no hacia arriba. Y muchas casas lujosas del lugar tenían una planta en esa vía y se extendían hacia abajo: de un lado hacia la avenida 6 de Diciembre y del otro hacia Guápulo.

Empezaba la era del petróleo y todos querían hacer edificios altos. Pero esta avenida estaba condenada a no tenerlos, pues estaba en la ruta de los aviones que aterrizaban en el aeropuerto Mariscal Sucre y, además, en un sector de permanente neblina.

En 1972 llegó a la Alcaldía de Quito quien luego sería Presidente de la República, Sixto Durán. Poco después se levantaron las restricciones y ciertos inversionistas que habían comprado esos terrenos levantaron sus torres. La codicia de ese momento causaría en las décadas siguientes tres accidentes de aviación en esa avenida.

El terremoto de Manabí del fatídico 16 de abril de 2016 también dejó al descubierto la falta de previsión al diseñar edificaciones. En primer lugar, claro está, deben cumplirse las normas de seguridad sísmica en las construcciones. Esto exige controlar el uso de los materiales especificados en dichas normas, mediante estrictas inspecciones. En segundo lugar, lo más importante es prohibir las edificaciones en zonas de alto riesgo. Una cuestión que implica algo más que la simple regulación y ejecución de sanciones, exige un cambio de mentalidad. Debemos pasar de la visión superficial a la investigación rigurosa.

Además, establecer zonas de alto riesgo no solo requiere un estudio geológico y meteorológico, sino un análisis histórico. Otra vez, cabe exponer un ejemplo de Quito. Pese al avance lento de la ciudad hacia el norte (Iñaquito) durante el siglo XX, fue el boom petrolero de los setenta el que desencadenó la expansión de la capital de Ecuador.

En ese entonces no faltó alguno de esos genios del análisis empírico que opinara que Quito debió fundarse en el Valle de los Chillos, lugar perfecto para ampliarse. Hoy sabemos que los indígenas que fundaron la ciudad no fueron ingenuos al escoger un sitio lleno de quebradas. Aunque no tenían libros de historia, tenían una tradición oral que les advertía del riesgo del Cotopaxi. Y este emplazamiento fue respetado, tanto por los incas como por los españoles, más por razones militares de defensa de la ciudad.

No obstante, el equilibrio siempre ha sido delicado. Como opinó en cierta ocasión sobre los ecuatorianos (entonces llamados quiteños, por pertenecer a la Real Audiencia de Quito) el científico prusiano Humboldt, hace 200 años: “Son raros: duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes…”. Además, ahora sabemos que estamos en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico (desde Chile hasta Nueva Zelanda, bordeando todas las costas del mayor océano del planeta), donde se encuentra el 75% de los volcanes activos del mundo y donde ocurre la mayoría de los terremotos.    

La última tragedia de Ecuador nos obliga a repensar en el modelo urbanístico que más nos conviene, y en la necesidad de regular e intervenir en los asentamientos humanos, ahora competencia de los municipios. (O)

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