Publicidad
Cuerpo
El tatuaje: glamour criminal
La mujer vampiro se parece más a una gárgola que a cualquiera de las versiones femeninas del conde Drácula. Miedo y nerviosismo es lo que inspira, parece una criatura diseñada para asustar niños: un cuco metalero de acento chilango. Pero es esa justamente la razón por la cual ha recibido durante tres días seguidos —viernes, sábado y domingo— los flashazos de cientos de celulares. (Terror + celebridad = morbo, atracción). Una pose, mil fotos: el monstruo mexicano abre la boca y exhibe su dentadura de colmillos incrustados, muestra un cuerpo que es más tatuaje que piel, protuberancias similares a las de un cocodrilo se proyectan desde su cabeza como si quisieran volverse cuernos. (Ojo: también lleva implantes en los senos, parece que ni los autodiseñados monstruos escapan a la vanidad erógena). La muchedumbre agolpada en uno de los salones del Hotel Crowne Plaza, donde se celebra la Convención Internacional de Tatuajes ‘Mitad del Mundo’, tiene que hacer una larga cola en las escaleras para subir al altillo dedicado exclusivamente a la abogada María José Cristerna (nombre humano de la mujer vampiro) y pagar tres dólares para poder fotografiarse con ella.
El salón está repleto, afuera hay una fila de una hora o más, hace calor y el persistente zumbido de las máquinas de tatuar es como el de una guerra mundial de pequeñas pistolas eléctricas. La convención organizada por Karla Tattoo, estudio de tatuajes y piercings, es el evento de este tipo más grande realizado hasta el momento en Quito, un éxito que se mide en tinta y agujas.
¿Por qué hace tan solo 15 años pocos se atrevían a hacerse tatuajes y hoy pareciera que todos llevan al menos un tatuaje en sus cuerpos? Puede decirse que el tatuaje es signo, huella y arte pero, en la actualidad, es sobre todo una señal de esa misma actualidad, un signo del presente. El planeta del siglo XXI está tatuado y así como en el cine de Hollywood del pasado veíamos a gente fumando y haciendo del tabaco un objeto de deseo, hoy vemos gente tatuada en películas, series, videojuegos o en el deporte: los tatuajes de David Beckham, por ejemplo, muchas veces opacaron sus goles.
Y, por supuesto, también vemos gente tatuándose, testimoniamos el acto mismo de ser tatuado. Las convenciones de tatuajes se han convertido en un gran negocio y en un performance proliferante. Gente que se reúne para tatuar, ser tatuada, comprar productos relacionados con los tatuajes o acercarse a los cuerpos más tatuados del mundo (no podía faltar una pizca de celebridad en eventos tan sintonizados con la actualidad). Uno de ellos, quizás el más fotografiado de la convención realizada en Quito puesto que no cobró por sus fotos, es el Hombre Ajedrez, el estadounidense Matt Gonne, cuyo cuerpo está tatuado al 99%, lengua y genitales incluidos. Matt es un gran tablero de ajedrez móvil, su cara y su cabeza calva forman una sola cuadrícula y marcan el inicio (¿o el final?) de un tatuaje total que se alarga y ensancha por toda su anatomía.
En el cuerpo enteramente tatuado de la mujer vampiro, en cambio, el tatuaje quiere ir más allá y ser el medio para una transformación radical que incluye constantes visitas al odontólogo y al quirófano. Por supuesto, la mayoría de tatuados no buscan ese tipo de metamorfosis. Sin embargo, tatuarse no es algo tan simple como decorarse la piel. Podemos entender el tatuaje de maneras muy distintas: como negocio, como signo, como ritual histórico y hasta como escritura personal. Dominique Páez (27 años), tatuadora del local Sevenfold Tattoo, por su parte, dice que “actualmente por las redes sociales y los programas americanos de tatuajes, esto se ha convertido en una moda. Su categoría ahora es diferente: cuando alguien tiene un muy buen tatuaje significa que tiene un buen estatus económico y un buen conocimiento artístico”. Hoy, como se puede observar en la piel cotidiana, el tatuaje no es marginal ni subversivo, es mainstream.
Una pierna como un collage de citas
Dinero, dolor y glamour. En el tatuaje contemporáneo parece manifestarse una noción nueva o distinta de glamour. No se trata de la envidia común de la posesión de algo que otros poseen sino del deseo de tatuarse, de su contagio. Ver un tatuaje, un buen tatuaje, no incita al espectador a tatuarse necesariamente eso que ve sino que parece encender su deseo de ser tatuado. En la convención, el sonido de la pistola tatuadora (invento desarrollado como una adaptación de un aparato inventado por Edison para copiar dibujos o documentos escritos a mano) funciona para muchos como una campana de Pavlov. Un zumbido mecánico que, al contrario del taladro del dentista, invita a la perforación, a la inscripción del dibujo permanente que, a su vez, codifica alguna forma de deseo.
No hay en el tatuaje un deseo preciso de exhibir una posesión —como sucede con los objetos de arte—, lo que se exhibe —y el tatuaje es exhibición pura— es el color, la forma, la parte intervenida del cuerpo humano y la dimensión de una figura cuyo valor va con el nivel de resistencia que ha podido experimentar su portador para hacerla posible, visible en su propia piel. Lo que realmente se exhibe, y que se puede ver condensado en el tatuaje, es el tiempo que ha tomado tatuarlo, el talento del tatuador así como la resistencia de la piel y del cuerpo de su portador. A esto habría que sumar el gusto, las apetencias estéticas, las filiaciones subculturales o la valentía y la decisión de plasmar un momento de la vida personal en alguna de las partes del cuerpo, o en varias.
Mariposas y serpientes, aves de alas abiertas, letras, calaveras y Cristos, peces japoneses, figuras o líneas abstractas, símbolos holísticos, frases en árabe, sánscrito, latín o japonés, figuras geométricas, cuerpos de mujer, dioses de la India, retratos de hijos o parientes, dagas, rostros, llamas, mascotas, flores, triángulos, logos de bandas de rock, el nombre de un hijo, geishas y Catrinas, un revólver y un corazón… El repertorio visual de este arte corporal es inagotable. Sin embargo, el cuerpo es limitado: los lugares donde más se puede ver tatuajes son solamente las piernas, los brazos y la espalda. La cualidad episódica del tatuaje, el hecho de poder realizarse varios tatuajes en diferentes momentos de la vida en un cuerpo finito, lo vuelve un arte paradójico: siempre inacabado aunque siempre definitivo.
Para el tatuador, como para el pornógrafo, el cuerpo es una colección de fragmentos. El cuerpo no es solo un lienzo, pues se vuelve consustancial al tipo y al estilo de tatuaje. Hay en el tatuaje, por lo tanto, una imagen que busca volverse deseo en la mirada de otros, de otro. Alguien que ha tatuado su pecho o su espalda, por ejemplo, nunca verá su tatuaje de modo completo y al derecho a menos que sea por medio de una fotografía o un espejo. Es decir, alguien tatúa su propio cuerpo para algún otro. ¿Un otro ideal como el lector ideal del escritor?
Este hecho se vuelve más claro en el famoso tatuaje femenino que se hace, o se hacía, en la espalda baja: exhibe una parte del cuerpo para sugerir otras y lo hace para otro, para quien mira. Este tipo de tatuaje ya pasado de moda fue proscrito por el ‘buen gusto’ y la progresiva estetización del tatuaje y fue rebautizado como tramp stamp: “estampa de puta”. Tal vez su tajante rechazo es la tentativa de evadir el hecho de que en el acto de tatuarse —sin importar cuán artístico, inocuo o arriesgado sea el tatuaje— prima la mirada del otro. En este sentido, todo tatuaje sería una especie de tramp stamp.
Sin embargo, el tatuado insiste en que la finalidad de tatuarse, unas veces de forma más codificada que otras, es comunicar una interioridad, una inclinación o una forma de entender una parte del mundo y de presentarlo como imagen. Así como las pinturas religiosas de una catedral revelan el carácter y la historia del edificio, el tatuaje personal (pues hay otro tipo de tatuajes o de personas que no pretenden expresar nada con ellos) busca revelar alguna singularidad propia de ese cuerpo, de esa persona, de sus vivencias. El significado del tatuaje está dividido entre lo que se puede entender de la imagen sin contexto y lo que se puede comprender si se toma en cuenta el contexto que implica el conocer a esa persona: el contexto siempre es la vida. Así, las imágenes-tatuajes tratan de volverse visibles como registro de la existencia interior del cuerpo que las exhibe. El tatuaje es la imagen que enlaza interior con exterior sin dejar de ser pura exterioridad.
Lo que hace la vida —vivir— es escribir en el cuerpo. Las experiencias se traducen a memoria, a imágenes y lenguaje. Los tatuajes llevan esta noción de la vida a su paroxismo o, mejor dicho, a su manifestación literal: escribir, rayar, dibujar, pintar el cuerpo. Es lo opuesto de la memoria que siempre es flexible y cambia todo el tiempo de acuerdo con la recomposición constante de la identidad. El tatuaje es el mismo cuando la persona va cambiando, de ahí que el tatuaje sea la manifestación visual-artística-gráfica de un anhelo imposible: la memoria fija, absoluta. Sin embargo, la proliferación de tatuajes en el cuerpo, como ocurre con quienes se vuelven, de alguna forma, ‘adictos’ a los tatuajes, pasa de la memoria absoluta, del libro o del símbolo-total, a la dispersión. Hacen de su cuerpo un álbum, su piel se vuelve un material para la proliferación de lo fragmentario. Detritus de la vida-memoria o de la vida-ansiada o de la vida-interpretada por uno mismo. Un álbum paradójico, pues tiene un espacio limitado (no solo por los bordes del cuerpo sino también por lo posible, la permisión de ciertos tipos de tatuaje solo en ciertas partes del cuerpo ocultables, por ejemplo) y que al tratar de contradecir justamente el dinamismo efímero de la existencia, hace el intento de capturarla.
Los tatuajes suelen acompañarse de adjetivos como “sexy” o el tan expresivo e imperial “wow”. Algo de eso le viene de la exposición al dolor, del aguante, de la conversión de la resistencia de la piel y el cuerpo a signo, al signo que, al contrario del nombre propio, uno mismo ha elegido. El papel del tatuador aquí es fundamental: no hay traducción de la vida propia sin el artista ajeno, experto en grabar las memorias y símbolos de los desconocidos para siempre. Ahí se juega toda una economía de la confianza, de ceder el cuerpo a la habilidad de otro, de respirar al filo de la tensión y sudar cada gota que separa la intención de la ejecución. El tatuador es el responsable de hacer visible por siempre lo que solo existe en la mente y en el deseo del tatuado, o en una búsqueda de Google de referentes de acuerdo a un símbolo, figura, frase, línea o letras deseadas. El tatuaje es el tránsito del dolor temporal al signo indeleble atemporal. Pero los tatuajes se gastan, se decoloran: como las memorias, no son estáticos pese a que aquello que los define es el deseo de ser iguales a sí mismos para siempre. Lo trágico, por así decirlo, de los tatuajes-texto es que el lenguaje ya está previamente escrito. Cuando uno llega a las palabras, llega a algo ya hecho. El tatuador, empero, no es un escritor sino un dibujante: para él la escritura es una manualidad.
Hay un erotismo del tatuaje: inscribir el deseo propio con las manos de otro: un cuerpo transformado por otro cuerpo. Toda la nueva tecnología digital (los mensajes online, la construcción propia de una imagen para los otros a través de Twitter, Facebook, Tumblr, etc.) se relaciona de alguna forma con la voluntad autoexpositiva del tatuaje. Como el diario íntimo, se escribe para uno mismo pero en una lengua inteligible, social, hecha para los otros. No hay, en este sentido, nada más ajeno que el lenguaje propio. Como en una cuenta de Facebook, el formato y las condiciones ya están dadas: la inscripción propia dentro de la red es una manifestación de individualidad imposible pero metonímica y siempre desplazada. Es lo contrario de una obra, de un trabajo terminado que pretende contar con una unidad y con la pretensión de transmitir una voz, un medio para la manifestación del autor-dios.
Un ejemplo es la pierna izquierda de Emilia Jiménez, estudiante de 24 años. Los tatuajes de su extremidad quieren ser una expresión personal, ninguna otra pierna izquierda es igual, pero está poblada por una galería de íconos de la cultura pop comunes a muchos y que desplazan esa expresión personal hacia la dispersión de referentes. Una pierna como un collage de citas. El actor de cine de terror Vincent Price comparte muslo con Salvador Dalí, también con Merlina Addams, la niña macabra del programa Los Locos Addams, y con un Johnny Depp de pelo largo —muy a lo Piratas del Caribe— aún en proceso de ser plasmado. Pero eso no es todo: en la otra pierna, Emilia lleva una diosa hindú de la fertilidad, una bomba que marca la hora de su nacimiento: el día 8 del mes 8. Además, tiene tatuado un Pac Man en la muñeca. En el brazo lleva un corazón con un ojo y una frase en latín, provehito in altum, que significa “lanzarse a lo profundo” (y que también es el lema de 30 Seconds to Mars, la banda del actor Jared Leto). En su antebrazo puede verse una doble cita adicional: un Darth Vader de Lego.
Tatuajes biopolíticos
Aunque el tatuaje tenga hoy un aire de contemporaneidad, incluso de novedad, se trata de una práctica que data de la más lejana antigüedad. La llegada del capitán inglés James Cook a Tahití en 1769 permitió la apropiación en inglés (tattoo) de la palabra polinesia que se refería al sonido del golpeteo “tat-tat” que hacían los instrumentos empleados por los isleños para perforar la piel y tatuar. Se pueden encontrar tatuajes en cadáveres de hace ocho mil años (incluidas una momia del antiguo Egipto y otra de la cultura Chinchorro del Perú preincaico). El significado y uso del tatuaje entreteje lo mágico-religioso, lo ritual, lo profano e incluso lo práctico o lo meramente estético. Se dice, por ejemplo, que la Reina Victoria tenía el tatuaje de un tigre luchando contra una serpiente y que los cruzados llevaban tatuada la cruz de Jerusalén para que pudieran recibir cristiana sepultura si morían en batalla. Además, el tatuaje se asoció en Europa a los navegantes y marinos: quienes lograban surcar el Atlántico se tatuaban un ancla y quien cruzaba la línea ecuatorial hacia el sur se tatuaba una tortuga. Para los maoríes, el tatuaje era una práctica común y aceptada en toda la sociedad. Si el tatuado rehuía el doloroso cincelado que se le hacía en el rostro, el tatuaje incompleto quedaba en su cara para siempre como muestra de cobardía.
Por otro lado, la asociación muy común del tatuaje con lo marginal, los parias y lo mal visto tiene que ver con la larga tradición de tatuar a ciertas personas en contra de su voluntad. Los griegos y los romanos tatuaban a sus esclavos y a los mercenarios para disuadirlos de la deserción o el escape. Ya en el Japón del siglo VII se tatuaba a los criminales. Los nazis tatuaban números en el pecho o en los brazos de judíos y otros prisioneros del campo de concentración de Auschwitz para ser capaces de identificar sus cadáveres desnudos.
No obstante, como podemos notar hoy con mucha claridad, el arte del tatuaje también es el arte de la resignificación. El escritor Primo Levi, por ejemplo, usaba mangas cortas para así mostrar su número tatuado luego de haber sobrevivido a Auschwitz. De esa manera, se mostraba como testigo y recuerdo del crimen histórico que ese número representaba. Algunos descendientes de sobrevivientes del Holocausto aún se tatúan los números que llevaban sus parientes en los brazos. Y los criminales japoneses, en cuyo país el tatuaje estuvo prohibido desde el siglo XIX hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, añadieron detalles decorativos provenientes de la literatura, el grabado o la mitología a los tatuajes penales que habían sido forzados a llevar. De este modo, los Yakuza cambiaron el significado del tatuaje y lo asociaron así a un sentido de lealtad y valentía.
Mucho del aire cool del tatuaje tiene que ver con esta asociación a lo prohibido o censurado. Y esto a su vez se relaciona con cierto ángulo callejero del tatuaje actual. Muchos de los tatuadores asistentes a la Convención Internacional de Tatuajes ‘Mitad del Mundo’ provienen en realidad del mundo graffiti. De rayonear paredes pasaron a rayonear cuerpos: el eje ilegal o vandálico que caracteriza a ciertos tipos de graffiti se traslada de alguna manera al tatuaje, pero sublimado como forma de arte. Es el caso, de entre muchos otros participantes, de Os Gemeos Caronte, como se hacen llamar Andrés y Diego, gemelos tatuadores de Perú. Dice Andrés: “Siempre hemos pintado y dibujado y pasamos de hacer graffiti a tatuar. Empecé a ver unas revistas y ahí todo cambió, fue como una nueva forma de arte. Hacemos realismo a color y grises y mi hermano hace new school que es un estilo muy parecido al graffiti. A veces hago tatuajes durante ocho o nueve horas seguidas y cobramos en Perú más o menos $ 100 por hora”.
El tatuaje, por lo tanto, se muestra muchas veces como una forma de desafiar a la autoridad. Como el pelo largo en los años sesenta, el tatuaje fue asumido por el orden dominante que en el mundo contemporáneo se disfraza de permisividad. De esa forma evidencia, en cuanto práctica desafiante, la manera en la que ninguna estructura de poder puede existir sin una serie de transgresiones inherentes que pueden parecer subversivas pero que en realidad son consustanciales para el mantenimiento de esa misma estructura, para su reproducción. (No es casualidad que en la misma convención de tatuajes se haya llevado a cabo el espectáculo masoquista de las suspensiones protagonizadas por personas cuya piel es perforada mediante ganchos metálicos para colgarse de la espalda o las piernas desde la altura. Una chica suspendida de sus muslos ondeó la bandera del Ecuador y así se ganó la ruidosa ovación de los asistentes). Ninguna comunidad o sociedad sigue solamente las reglas explícitas que la rigen sino que sus miembros deben saber cuándo violar estas reglas, pues algunas existen específicamente para ser violadas: se requiere de prohibición, o de la simulación de su censura, para generar deseo.
El tatuaje, entendido así, pertenecería —o simularía pertenecer— a la dimensión de lo proscrito, de lo penitenciario, al mundo de las pandillas y al mismo tiempo al del consumo urbano y estilizado más o menos oneroso. El sesgo pseudocriminal y el hecho de que implica dolor y huella permanente en la piel imprimen en el tatuaje el elemento arriesgado del que carecería si solo se lo percibiera como arte gráfico.
En ese sentido, el tatuaje con frecuencia se percibe como un símbolo de rebeldía, de cierta subalternidad, de desafío a la corbata y la formalidad de la autoridad, a sus fetiches. Sin embargo, se vuelve un fetiche también: no hay rebeldía o singularidad per se en el tatuado por el hecho de estar tatuado. Hay abogados, ejecutores de la ley misma como la mujer vampiro, que se tatúan. Es decir, el tatuaje es un fetiche de la marginalidad y, como tal, puede funcionar como simple gesto vacío al igual que la música revisionista que solo se proyecta como cambio de vestuario. Las relaciones de dominación más perversas son las que consiguen que se pretenda que no existen y la permisividad del mundo contemporáneo en el fondo encubre no solo la obediencia sino la devoción a las formas de reproducción capitalista que se muestran como hedonismo o simplemente como supuesta individualidad.
El célebre programa Miami Ink, por ejemplo, tiene que ver más con el emprendimiento, el negocio y una noción típica de masculinidad que con alguna forma de rebeldía. Como dice un amante de los tatuajes en el documental Tattoos: Perceptions and Perspectives: “Con el primer tatuaje quieres separarte del resto, ser tú mismo, ser único. Al segundo tatuaje ya quieres pertenecer a la familia de los tatuados, ser como otros”.