Guayaquil también es cholo
Cada vez que llega el mes de julio pensamos en los eventos festivos, cívicos y culturales que se organizan para celebrar a Guayaquil, el 25 de julio, día de Santiago el Mayor, patrono de la ciudad. Más allá del relato de la supuesta “fundación”, pues en realidad Guayaquil no se fundó ese día -tema que abordaremos en otra entrega-, pocas veces pensamos en lo que significa Guayaquil como proyecto histórico y formación social.
La creación de un puerto para Quito que finalmente se estableció, en 1547, al pie del “Cerrito Verde” en la orilla occidental del río más importante del Pacífico Sur, fue el punto de partida de una sociedad que devino biológica y culturalmente mestiza, como resultado del intercambio humano entre los indígenas chonos y manteños-huancavilcas con los españoles.
A diferencia de lo que ocurrió con los aborígenes del callejón interandino, en la Costa muy pronto se produjo una asimilación cultural de los valores del europeo por parte de los nativos. Lo que realmente ocurrió fue que esos pueblos de mercaderes y navegantes, ante su inferioridad numérica y la ingente pérdida de vidas que acarreó la campaña bélica de la Conquista y el contacto con los recién llegados, se vieron obligados a negociar con los invasores para poder sobrevivir.
Era un asunto de vida o muerte, razón por la cual los pueblos originarios del Litoral adoptaron las costumbres de los españoles y se insertaron a la dinámica de una sociedad profundamente segmentada: la “república de los indios” y la “república de los españoles”, división marcada por el poder colonial para mantener el control del territorio y las poblaciones.
Ya a inicios del siglo XVII, un cronista refiere que los indios de la Costa “visten y hablan como españoles”; es decir, ya habían incorporado la lengua castellana y se confundían entre los blancos por la vestimenta y el desempeño de ciertas prácticas. Sin embargo, las tradiciones y costumbres milenarias de los “cholos” –nombre que dieron los criollos a los indígenas amestizados- permanecieron, en lo esencial, prácticamente intactos. Así lo demuestran, entre otros, los valiosos estudios de la antropóloga Silvia Álvarez o de la historiadora María Luisa Laviana Cuetos.
Esta última encuentra rasgos de “brujería” en las prácticas religiosas de los habitantes de la Punta de Santa Elena (así le llamaban a la Península) durante la época colonial. Indiscutiblemente la dominación española no había logrado destruir la subjetividad profunda de los pueblos ancestrales, lo que en la actualidad permanece, por ejemplo, en las creencias y rituales de San Biritute, en Sacachún, tótem fálico vinculado con la lluvia, los ciclos agrarios y la fertilidad de las mujeres.
Eventos como la “mesa de difuntos” que se instala en noviembre como lazo simbólico con los antepasados -los “antiguos”, como les denomina el pueblo cholo-, nos revelan que los descendientes de los manteños-huancavilcas “no estaban muertos, andaban de parranda”, como reza el título de un estudio de Silvia Álvarez. Y es que la cultura chola -a pesar del olvido indolente de los guayaquileños que desestimamos nuestra matriz indígena costeña- se muestra dinámica, maleable y cambiante a través del tiempo.
Ese olvido histórico se produce no sólo porque lo cholo se diluye en lo mestizo, sin distinguir ni reparar en los rasgos propios de una cultura que es fundamental en la constitución de la guayaquileñidad; sino porque en el lenguaje común estamos acostumbrados a “cholear”, es decir, a denigrarnos, como si en ese acto colectivo -consciente o inconsciente- de despreciar nuestras raíces, neguemos a la madre y queramos destacar, únicamente, el legado paterno.
Por ello, es indispensable que las instancias del Estado atiendan las necesidades de un pueblo de origen ancestral, a la espera de que sus derechos culturales sean respetados, como lo garantiza la Constitución vigente. Y, sobre todo, que la urbanidad conozca, valore y reivindique el aporte indígena como componente indispensable para entender nuestra variopinta identidad guayaquileña.