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LA VISIÓN POSITIVA DE LA CIUDAD CORRESPONDÍA AL ALTO GRADO DE DESARROLLO ECONÓMICO

Guayaquil, bitácora de viaje

Guayaquil, bitácora de viaje
07 de junio de 2015 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

La mayoría de los viajeros del siglo XIX que pisaban Guayaquil recibían una hermosa impresión de conjunto de la ciudad, desde el río. Pero al adentrarse en ella, la ilusión se desvanecía hasta convertirse en una pesadilla, sobre todo en los meses trágicos de invierno. Se quejaban de las calles anegadizas, repletas de basura, y de los olores que emanaban “los negros, los mestizos y los indios, mezclándose con las miasmas que el cieno del río Guayas pasea por delante de la ciudad al subir y bajar con la marea”, según palabras de Charles Wiener, viajero francés que la visitó por 1880.

La visión positiva de la ciudad correspondía, en cambio, al alto grado de desarrollo económico que había alcanzado la región, por la exportación de la ‘pepa de oro’. A finales del siglo XIX, Guayaquil ganaría la fama de poseer el cacao de aroma más fino del mundo, y en esos años –la década de 1890–, los niveles de producción llegaban a su punto más alto. Por esta razón, las élites veían la manera de favorecer la confianza del extranjero y desterrar la vieja fama de ‘puerto pestífero’, acogiendo entre sus miembros a no pocos italianos, alemanes, franceses, españoles y colombianos que se convertirían en prósperos comerciantes, hacendados y exportadores, vinculados entre sí por alianzas matrimoniales con históricos apellidos guayaquileños.

A este atractivo había que sumar la admirada belleza de la mujer guayaquileña, que asombraba a los europeos por su “tez blanca y delicada” en tierras ecuatoriales, además de su soltura, que la diferenciaba de la quiteña especialmente en el trato amistoso. Hubo visitantes que se quejaron del sinnúmero de problemas que tenía la ciudad, que iban desde la falta de hoteles hasta la cantidad de mosquitos y todo tipo de insectos que atentaban contra su tranquilidad. Es famosa la relación que hace Edward Whymper de sus “sueños tropicales”, imaginándose “atacado” por una iguana, que lo despierta de su lecho. No en vano confesó haber recolectado 50 especies de sabandijas en una sola noche.

A pesar de ello, otros prefirieron destacar los atractivos exóticos que hacían de Guayaquil una ciudad singular, como el diseño y estructura de sus casas, cuyos “balcones sostenidos por arcos forman unos pórticos a cada lado de la calle, bajo los cuales se desplazan los transeúntes” (Alcides D’Orbigny, 1829).

Un destino cálido

También son interesantes las descripciones que hacían los viajeros europeos de ciertas costumbres como aquella que tenían las damas de recibir a los visitantes en la hamaca, detalle que por su indiscutible carga erótica, les atraía mucho.

En su libro Escenas de la Vida Sudamericana (1861), Alexandre Holinski comparaba delicias culinarias como la piña, con la “exquisita” belleza de las mujeres de Guayaquil, de las que decía que tenían la “mirada llena de fuego”, con “caderas fuertemente pronunciadas” y “una ondulación voluptuosa que comparten con las mujeres del Oriente árabe y de Andalucía”. La clave, de hecho, estaba en el mestizaje, y así lo percibió Holinski: “Su piel deja traslucir la presencia de la sangre africana o india. Se diría que un rayo de sol se ha complacido en dorarlas”.

Los relatos de viajes son fuente importante para el conocimiento de las relaciones interétnicas en el Guayaquil decimonónico. Las relaciones sociales en el puerto resultaban más fluidas que en otros lados de la República, por el predominio de una mentalidad “mercantil” que se “abría” más democráticamente a la interacción con otros grupos que prácticamente convivían en las casas de los dueños de los negocios. Un grabado basado en una fotografía y publicado en la revista francesa “Le Tour du Monde”, en 1883, muestra la diversidad humana de las tiendas guayaquileñas: “A lado de la india descalza se ve a la mujer vestida a la última moda de París, con el matiz original que impone el clima”. No obstante, el español Joaquín de Avendaño (1851) hacía notar que el gusto de las guayaquileñas en vestirse bien, era generalizado: “Es muy común, ver los domingos y días festivos, la mujer del menestral o del simple jornalero, rivalizar en su traje y preseas, con la del acaudalado comerciante o del rico propietario. Es toda ella gente alegre y de no muy austeras costumbres…”.   

La hospitalidad de los habitantes de Guayaquil era quizá lo que más impactaba al turista del siglo XIX. A su llegada, recibía tarjetas de invitación de las jovencitas de la burguesía guayaquileña, una cortesía que era pocas veces desdeñada. Según De Gabriac, viajero francés que en 1866 visitó Guayaquil, sus compatriotas eran “muy buscados” y su nacionalidad resultaba “suficiente para hacerlos casar con herederas”. “De simples empleados de almacenes, llegados al país sin ningún medio de subsistencia, se han casado con las hijas de ricos hacendados, disfrutando de una fortuna de dos o trescientas mil piastras, sin que nadie encuentre en ello nada desproporcionado”.

El trato espontáneo de los guayaquileños hizo que los extranjeros se sintieran cómodos y en ocasiones optaran por quedarse, al punto que su aporte histórico es vital para entender la dinámica de la economía ecuatoriana entre finales del siglo XIX y principios del XX, y su rápida incorporación al medio es consecuencia, en gran medida, del calor humano que recibieron a su arribo a este entrañable puerto, que siempre acogió a propios y extraños.

(Tomado de Ángel Emilio Hidalgo, Guayaquil en la memoria de los viajeros, Ecuador. Terra Incógnita, No. 19, Quito, septiembre de 2002). (O)

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