Mportadores, banqueros y cierta prensa impulsaron tesis de que el problema era la baja del cambio
Guayaquil, 15 de noviembre de 1922
Con la matanza de los obreros guayaquileños perpetrada el 15 de noviembre de 1922 ocurre lo mismo que con otros hechos y procesos neurálgicos de la historia: en la arena del recuerdo social observamos lo que algunos estudiosos llaman luchas políticas por la memoria y conflicto de interpretaciones, en torno a los sentidos que nos revelan esos episodios cargados de significación, donde su comprensión está sujeta, en gran medida, a la forma de exposición del relato, el mayor o menor énfasis en el rol de los actores sociales y la valoración general del acontecimiento.
La mayor parte de las versiones que se han dado sobre la huelga y masacre de 1922 proviene de los sectores de izquierda, quienes ven estos hechos como el ‘bautismo de sangre’ de la clase obrera ecuatoriana. Hay que entender, sin embargo, que el movimiento popular en Ecuador aún no había logrado articularse, pues la creación de células anarquistas y socialistas era reciente.
De hecho, la principal debilidad de los obreros fue su precariedad organizacional, lo que les volvió vulnerables y posibilitó, en buena medida, la aparición de otras ‘agendas’ que distorsionaron el reclamo original.
El descontento de los trabajadores porteños, que culminó en una protesta con ribetes de estallido social, empezó como resultado de una profunda crisis económica que atravesaba el país por la caída de los precios del cacao ecuatoriano en el mercado internacional y las precarias condiciones de existencia entre los sectores artesanales, obreros y populares, quienes reclamaban salarios dignos, jornada laboral de ocho horas y estabilidad laboral.
En demanda al cumplimiento y ampliación de sus derechos sociales, los empleados ferroviarios de Durán paralizaron sus actividades en octubre de 1922 y luego de una tenaz disputa lograron sus objetivos.
Un nuevo grupo reclama
Estimulados por el éxito de los obreros del Ferrocarril, los trabajadores de la empresa Tranvías de Guayaquil elaboraron un pliego de peticiones y pidieron el aumento en los pasajes de ese servicio público, para la satisfacción de sus justas demandas.
Pero ante el rechazo de los empleadores se declararon en huelga y en el transcurso de los días se unieron, de manera espontánea, otras organizaciones artesanales y obreras, contándose por miles los trabajadores que en las calles exigían el respeto a sus derechos fundamentales. Sin embargo, sectores de importadores, banqueros y cierta prensa interesada impulsaron la tesis de que el origen del problema era la baja del cambio, por la vertiginosa devaluación que había experimentado el sucre frente al dólar estadounidense. El argumento sería, entonces, volver a la ley que rigió entre junio y septiembre de 1922, “para sostener el sucre”, idea que incluso algunos obreros repetían sin mayor conocimiento de causa.
Cabe aclarar, sin embargo, que a no todos los obreros les convencía la idea de la baja del cambio, aunque el papel de los síndicos, comprometidos con sectores oligárquicos, fue vital para entender el cambio en las demandas de los trabajadores.
Quienes antes habían elaborado sendos pliegos de peticiones y exigían mejoras salariales, ahora hablaban de la baja del cambio y la incautación de giros, en parte por las gestiones de los propios abogados de los trabajadores (José Vicente Trujillo y Carlos Puig Vilazar), quienes habían convencido a la mayoría de los artesanos y obreros de que el asunto del cambio era la única solución para mejorar su condición económica.
De esto último se hizo eco parte de la prensa local, la que también se escandalizó por la falta de energía eléctrica en Guayaquil y la actitud ‘agresiva’ de los huelguistas.
El desenlace
El desenlace es conocido por todos: cuando el presidente José Luis Tamayo vio que la situación se le escapaba de las manos, escribió un telegrama al mando militar en Guayaquil, donde se lee: “General Barriga.- Espero que mañana a las seis de la tarde me informará que ha vuelto la tranquilidad a Guayaquil, cueste lo que cueste, para lo cual queda usted autorizado.- Presidente Tamayo”.
Y así, en la tarde del 15 de noviembre, entre rumores de que habían capturado a algunos compañeros, los trabajadores marcharon como un puño, pero fueron repelidos a sangre y fuego por los militares.
Así nació la historia que fue recogida por el escritor guayaquileño Joaquín Gallegos Lara, de los cuerpos lanzados al río y las cruces flotantes en el agua. También nació el recuerdo de un execrable crimen de Estado que no podemos olvidar, porque significó el inicio de nuevas luchas democráticas, a la par del grito unánime de “¡Nunca jamás!”.