Aún con desesperación la vida sigue en el hospital
El guardia dice con voz lenta y amable: “si se va a hacer atender vaya a donde está mi compañero”. Señala hacia el interior con la mano izquierda, con la otra sostiene la puerta como si fuera un tesoro. Antes de entrar a un pequeño patio se observa a la gente sentada en unas bancas de metal; sus caras vigilan a cualquiera que llega arrastrando los pies. El otro guardia dice: “para emergencia pregunte cuál es el último y siéntese en esas bancas”. Adentro de la sala, el aire está poblado de voces que van y vienen, producen un murmullo general que se impone por encima de cualquier voz particular. Rostros de angustias. Miradas de resignación.
Lo que más molesta, y causa esas incomprensibles ganas de vomitar es ese olor de sanatorio. Ese característico aroma de alcohol mezclado con yodo y quien sabe que más aclara el panorama: este es el hospital Abel Gilbert Pontón; para la gente común simplemente el hospital Guayaquil.
Son las 09:17 del viernes 2 de septiembre. El hospital Guayaquil está en el suburbio, en la 29 y Galápagos, para ser precisos. Es una inmensa mole que sorprende por su tamaño. El área de Emergencia es una sala de 30 pasos de largo por 15 de ancho. Hay unas 90 personas dentro. La primera estación comprende cuatro filas de asientos plásticos que suman 16 puestos.
Sentado está Fausto Lascano, un hombre de 78 años, grueso y de piel negruzca, rostro redondo, ojos saltones y nariz ancha. Dice que sufre de la próstata. Cuenta que ya tiene tres años en este tire y jala. El año pasado lo iban a operar pero debido a la presión alta no lo hicieron. Se queja de un dolor en el costado derecho y también de ardor al orinar. Bromea que no tiene miedo de la operación porque solo le van a cortar las bolitas. Sorprendente.
Lascano ríe en medio de su desgracia y sigue con su relato. Debido a la ignorancia no se enteró de algunas cuestiones. Después del milagro de conseguir una cama y cuando faltaba poco para la operación su familia le llevó comida, y él acostado, y de lo más orondo se engulló un caldo de pollo y cuanto alimento le pusieron por delante.
Pensaba que debía estar fuerte para la intervención quirúrgica. Lo revisaron y le dijeron si se quería morir. “Me mandaron a eso de la corriente”. ¿Corriente? “Esa sala donde te ponen corriente”, insiste. “La de los rayos X”, remata con gracia. Increíble.
La fila avanza con rapidez. Tres chicas vestidas con mandil blanco, hacen que la cosa funcione con agilidad. Cuando llega mi turno una de ellas pregunta qué tengo. Le contesto que estoy con diarrea desde el mediodía de ayer, y que toda la noche pasé en el baño.
Me entrega una papeleta y dice que salga y vaya al consultorio número 5; ahí el doctor me atenderá. Este trámite apenas duró unos ocho minutos. Qué sorpresa. El consultorio está en el exterior del área de Emergencia. Algunas personas comen de tarrinas plásticas.
Un doctor de aproximadamente 40 años recibe la papeleta. Otra doctora llega y detrás de ella entra Lascano. El primer médico me interroga y repito las mismas frases anteriores. “¿Diarrea y qué más tiene?”, pregunta.
Escribe y me entrega una prescripción. “Esto para la diarrea y el malestar de la digestión cada doce horas hasta que se le quite la diarrea, por cinco días. Si no se le quita vuelve para hacerse más exámenes.
Si es por salmonena, eso le quita; si es por parásitos igual. Tiene que mirar la alimentación y vigilar dónde come. Jugos ambulantes no puede tomar. Cuando usted vaya a comer a un lugar vea que tenga llaves, no ollitas para lavar, esas están llenas de bacterias. Vaya a la farmacia y retire eso. Nada más”.
Receta en mano vuelvo a la sala de Emergencia. En la columna para retirar los medicamentos están trece personas. Atrás va Lascano refunfuñando y con los pies a rastras. Su rapada cabeza blanca no respeta orden, se acerca a la ventanilla y reclama sus remedios. “Tiene que firmar al reverso de la receta”, le dicen. Alguien consigue un esfero y la gente aprovecha para firmar en masa.
Los pacientes sin ningún pudor hablan de sus agobios y se cuentan sus penurias. Un joven de unos 24 años entra con una de sus manos tapando el costado derecho de su cuerpo; la sangre empapa su camiseta. Su cara está gris como su camiseta, extrañamente no parece asustado. Lo meten rápidamente a cirugía menor. “Familiar de Valarezo”, grita uno de los guardias que también usa mascarilla. Nadie contesta. El guardia sigue gritando. Solo un murmullo se escucha. Después de unos minutos se oye desde el área de cirugía menor: “familiar de Marcillo”. “Está en la farmacia”, grita con autoridad una mujer mayor.
Un hombre flaco y de barba rala blanca se queja en uno de los asientos. Parece dormido. Una mujer dice que le sacaron sangre y lo está cuidando; se identifica como su hermana. Se llama María y tiene 63 años, es mayor por dos. Cuenta que Pepe sufre de gastritis. “Esa mierda lo está matando”. Pepe está apoyado en una muleta y pide que le den una Buscapina para el dolor. María se desespera. Dice que a su hermano le falta sangre y que le van a poner dos pintas. Está anémico y tienen que ingresarlo para hacerle la transfusión. ¡Pero oh Dios, bendito Dios de los pobres desgraciados! No hay cama.
María con lágrimas en los ojos dice que no importa, que ella va a conseguir una camilla y ya adentro encontrará la manera de resolver lo de la cama. Se va caminando con sus sandalias negras, falda azul floreada, blusa celeste y una amplia cartera negra. Solo pide una cosa, que cuide a Pepe. ¿ Quién soy yo para negarme a tal petición?
La gente se queja sin mucho ánimo. Algunos dicen que antes la situación era peor. “Solo porque el presidente Correa vino dos veces el martes las cosas mejoraron”, señala una señora. Otra agrega: “ahí los puteó y ahora andan sedita”.
El tiempo transcurre como un extraño invento. Pasa aproximadamente media hora y María vuelve ya sin lágrimas, pero con sudor. Pepe reclama: “quiero ocupar”. Alguien dice que en el baño no hay papel higiénico. Vaya problema. Un tipo caritativo le regala papel a María. Entre los dos se llevan a Pepe al baño colgados de los brazos y la muleta. Al pasar se observa a una mujer negra tirada en el piso sobre un pedazo de cartón. Está acurrucada como un perro.
Duerme. Junto a ella hay una muleta de metal y un par de bultos de ropa. En uno de sus pies lleva una media blanca. El otro está polvoriento y costroso. Nadie parece inmutarse por esto. Al fondo de la sala de Emergencia hay un cartel en el que está escrito: “un cambio de corazón garantiza la excelencia de la salud pública”.
Pepe y María regresan. Pero ella se tiene que ir porque en la farmacia no tienen todos los medicamentos para ingresar a su hermano. Obligatoriamente debe comprarlos afuera. Se marcha con un trotecito torpe. Cuando vuelve han pasado 22 minutos. La ayudo a cargar a Pepe hasta el consultorio número 1 y los dos se abrazan exhaustos sobre una silla de plástico. Son los 12:43 y la vida sigue afuera del hospital Guayaquil.