La imagen de la selección ecuatoriana haciendo tiempo al final del partido contra Francia –un partido que debíamos ganar– es solo un síntoma más de que este ciclo futbolístico estaba terminado. Un ciclo riquísimo sin duda, que empezó con Dusan Dráskovic, quien “descubrió” el portentoso biotipo ecuatoriano y lo puso al servicio del fútbol. Luego llegó Maturana y nos formó técnica y tácticamente. Por su parte, el siempre recordado “Bolillo” nos enseñó a creer en nuestras posibilidades y todos disfrutamos de ese proceso casi folclórico de aprendizaje. De ahí vino Suárez, que sintió que la selección estaba en su cenit formativo y que podíamos llegar lejos. Casi lo logra, a no ser por ese impecable tiro libre de David Beckham en el Mundial de Alemania.

De ahí para adelante hemos ido de tumbo en tumbo por falta de claridad de nuestra dirigencia. No es que la calidad se haya esfumado, seguimos teniendo muy buenos jugadores –sino no hubiéramos clasificado al Mundial– pero el proceso como tal ya no funciona. Lo sentimos en la última Copa América, lo ratificamos en este Mundial. Un entrenador que no transmite, una dirigencia que aplica “paños tibios” a los problemas, un grupo de jugadores divididos en un rompecabezas de intereses individuales, a la cabeza de los cuales hay un capitán que no entiende bien su rol. Todo eso explica la eliminación en Brasil. Lo que sucede es que hoy los ecuatorianos queremos más, queremos trascender, y la visión de selecciones “menores” que entendieron ese principio y asimilaron con inteligencia esa ambición, nos molesta. Nos molesta porque nosotros también tenemos el recurso humano y las ganas para hacerlo, pero los fallos conceptuales nos condenan. Hoy empieza un nuevo período, con algo de dolor y frustración, pero con la posibilidad de volver a encarrilar las cosas, porque eso es lo lindo de este deporte: si entiendes su esencia siempre te ofrece una revancha.