Antes de que la ‘Tri’ se embarcara para viajar a Brasil, no podía dejar de mirar a mi gente por última vez. Fue para la foto oficial, a la que esta vez los muchachos comparecieron de punta en blanco: de terno, corbata y sombrero de paja toquilla.

Miré a ‘Monterito’ (Jefferson Montero) con su andar sabroso de pelado piquetero: se había comprado unas gafas de las finas y, ciertamente, se regocijaba en su propia pinta. Igual el resto de sus colegas: estrenando parada, esbeltos, seguros.

Luego de breves minutos –en que los mecanismos de las cámaras dejan oír toda una maquinaria de clics trabajando a full- los muchachos se fueron para sus habitaciones.

Qué alegría mirarlos así. Y no solo por los chéveres trajes.

Se nota en la mirada de mi gente la satisfacción y empoderamiento ante lo alcanzado hasta el momento: somos mundialistas y en buena lid, palmo a palmo, partido a partido.

Miro una y otra vez las fotos. Y reparo, nuevamente, en el proceso de superación que alienta al jugador ecuatoriano, antes marcado por el miedo, las inseguridades y las goleadas.

Hoy, esta misma gente, cuyos predecesores fueran señalados y sobajados en cada eliminatoria –donde se llegaron a cuestionar hasta razas y colores- miran de frente a la cámara, altivos, dignos, exitosos.

De las miradas tristes, bajas y miedosas, a estas plenas de luz, valentía y alegría no han pasado 20 años.

En ese lapso, nuestros muchachos negros, cholos, mestizos, serranos, costeños y amazónicos crecieron una barbaridad: entendieron que al Ecuador soñado se lo levantaba en minga, entre todos, alma con alma.

Y cuando como cualquiera acusó cansancio, frustraciones y penas; pienso en todo lo que irradia mi Tricolor.

Entonces voy corriendo. Y me llego ante el espejo y me miro en los ojos de mi gente. ¡Dele con todo, mi negro!