“Me interesan las luchas formales del siglo XIX”
Aparece rodeado por ocho perros de disímiles tamaños, razas y procedencias: cinco propios, dos rescatados y un huésped –un golden retriever que se estira gozosamente sobre la cama–. Aparece en medio de un bosque de viejos y largos eucaliptos, en cuyo centro se fija su casa de madera con grandes ventanas que dan paso sin restricción a la luz espesa que se acumula en el Valle de los Chillos, al oriente de Quito. Aparece acompañado de pinturas y serigrafías de artistas ecuatorianos, como Pilar Bustos, Pablo Almeida o Enrique Tábara. Aparece resguardado por una biblioteca ordenada alfabéticamente según la procedencia de los autores que, en su mayoría, son del siglo XIX e inicios del XX.
El escritor quiteño Yanko Molina (1975) vive cercado por una cauta naturaleza que lo abastece de sosiego, lo que le permite pensar diáfanamente y cosechar café. Dos alimentos para un mismo propósito: la escritura, una que le ha tomado un buen tiempo volcarla en libros.
Hijo de una profesora de escuela y de un agrónomo, Yanko estudió inicialmente agronomía por filiación, pero luego derivó en la literatura tras haber tomado un taller de escritura en la Casa de la Cultura Ecuatoriana –donde conoció y se hizo amigo del escritor y bibliotecario César Chávez– y porque, una vez más, la filiación lo llamaba.
“Mi madre era una lectora voraz. Se entregaba completamente a la lectura de todo tipo de libros, desde Isabel Allende hasta Virginia Woolf._Cuando alguna vez le dije ‘mamá, tengo hambre’, ella me dio una moneda para que me comprara un puncake, no quería soltar lo que estaba leyendo. Eso se me trasmitió”, cuenta Yanko sentado en una esquina de su biblioteca.
Después de estudiar literatura en la Universidad Católica, hacer una maestría en lexicografía en España, dedicarse al periodismo cultural y ser editor de la Caracola –junto con Andrés Cadena y Juan Carlos Arteaga–, Yanko publicó su primera novela a finales del anterior año, En el cerco del Sol (Doble rostro).
La obra fue pensada hace más de dos décadas, pero escrita en los últimos años._La trama arranca en una universidad situada en un ambiente tropical que distorsiona la voluntad y el deseo de sus personajes, compuestos por alumnos y maestros, jóvenes y viejos que, mientras avanza la narración, van revelando sus lados menos luminosos.
Tu escritura está marcada –en el tema y en la forma– por un aliento decimonónico, que se evidencia en las abundantes descripciones, en el tono de la escritura y en la configuración de los espacios, ¿lo sientes así?
Sí, claro, es a propósito. En el libro hay cosas de inicios del siglo XX o finales del XIX. Por ahí aparece una comparación de alguien que se siente una rana en un experimento de galvanismo. Hay varias influencias: por un lado está el siglo XIX y también ciertos trabajadores del lenguaje de los años cincuenta, como Faulkner, Onetti, Borges y Nabokov, que está entre lo gringo y lo ruso. Me interesa su trabajo formal sobre el lenguaje. Y en cuanto a la estructura, manejo de descripciones y ambientes, me gusta la literatura inglesa y francesa del siglo XIX. Traté de que mi historia se cierre y que tenga bastantes escenarios e historias complejas que se vayan desencadenando, que es muy del siglo XIX.
Escenarios y proyecciones como el mismo trópico...
La visión del trópico es muy del siglo XIX. La lucha por vencer a la naturaleza –que es asfixiante– y por el progreso la plasmo de alguna manera. Estos bien podrían ser temas del siglo XIX, que los lees por debajo, pues el libro se ambienta a fines del siglo XX.
Aun cuando tienes este apego decimonónico, tu novela no es de época, ni se la lee así...
No quería hacer una novela histórica, de época. Lo que me interesaba eran las luchas formales del siglo XIX y tomar esas herramientas para hacer mi novela. El mismo personaje central, Francisco, es un arribista, algo muy típico del siglo XIX, que está en Madame Bovary, en Julien Sorel de Rojo y negro, en algunos personajes de Balzac o en las hijas de Papá Goriot. Y, sin embargo, Francisco es un arribista del siglo XX, totalmente latinoamericano.
Algo que define a tus múltiples personajes –Francisco, Santiago o Adrados– es que tienen antecedentes, ¿por qué les cargaste de tanto pasado?
Esa es otra cosa muy propia del siglo XIX. Quería personajes que traten de ser muy redondos y complejos, llenos de contradicciones. La literatura rusa clásica es eso, pura contradicción. No quiero decir que no hay genios en el siglo XX que no trabajen así, pero siento que hay menor preocupación por ese tipo de cosas. Me interesaba dotar a los personajes de toda una vida, de pasado. Había leído a Jane Austen y en su obra nunca te dice que un personaje “piensa esto”, sino que te cuenta lo que los demás piensan sobre él, y así te va configurando el personaje. Ahí, por ejemplo, los personajes chismean entre ellos y el lector lo sabe, pero ciertos personajes no, ignoran lo que se dice sobre ellos, y eso puede conducirles a equívocos que les cuesta la vida. También me interesa que no haya personajes buenos, ni malos.
Así como hay mucho pasado en los personajes, también hay una atmósfera recreada a partir de excesivos detalles.
Ese es otro aspecto que me proponía, que las descripciones apelen a todos los sentidos. Traté de que haya imágenes visuales, pero también que se oigan otras cosas. Se describen, por ejemplo, todos los dolores de un personaje viejo: cómo le zumba el oído o le duele la cabeza. Esas paradojas de los sentidos me parecen potentes.
Hay muchas descripciones de comida, porque quería que se sintieran los sabores, las sorpresas de la comida. La sensación en la boca es, a veces, contraria al aspecto de la comida.
Uno de los tópicos que acompaña a toda la narración es el desfase de estratos entre los personajes, ya sea en el plano intelectual, social o moral, ¿por qué fue el foco de interés esta dialéctica?
Primero porque está narrado desde la conciencia de algunos personajes que son arribistas. Francisco es un arribista que aspira a ser otra cosa de lo que es y, entonces, él ve como su anhelo a personajes que están por encima de él. Mi intención no era hacer un análisis sociológico, ni mucho menos, pero sí me interesaban esas diferencias, esos matices, que son de edad también. El deseo cambia con la edad: en la juventud es potente y en la ancianidad ya no es tanto, pero buscas otros estímulos que te satisfagan, aunque el cuerpo te falle. La pulsión sexual no se borra, pero tiene que ser realizada de otra manera. (F)