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La capilla que aún guarda los recuerdos de la inquisición

La capilla que aún guarda los recuerdos de la inquisición
17 de julio de 2013 - 00:00

La Iglesia está ahí. No es imponente en tamaño, forma ni color. Sin embargo, sostenida en sus cimientos, la pequeña construcción ha resistido cuatrocientos sesenta y tres años, lo suficiente para que el paisaje que la rodea haya cedido ante su presencia, no tragándosela entre la mala hierba, sino adoptándola como a un ser independiente, igual que con las aves o los riachuelos. Natural. Quizá por eso, cuando los pobladores de Chongos Bajo escuchan preguntar: “¿qué hay para visitar en este lugar?”, señalan enseguida a la Capilla de Copón.

Ubicado en la Provincia de Chupaca, perteneciente al Departamento de Junín,  el Distrito Chongos Bajo es uno de las decenas de asentamientos diseminados en el Valle del Mantaro, una de las extensiones fluviales interandinas más fértiles del Perú. Hacia ese Distrito lleva una carretera de primer orden que sale desde Huancayo (a ocho horas por tierra desde Lima), y en una hora y media logra llegar hasta las estribaciones de la cordillera, lugar donde está cimentada la Capilla. Desde ahí la mirada domina al paisaje: generoso en el contraste de colores, el valle se tiende bajo el peso del trigo, las habas, la zanahoria, las ocas, y cada una, a su orden, produce el resplandor que le contagia el sol. Desde ahí también se mira -este sí, imponente en dimensión y forma- el Huaytapallana, nevado de 5.557 msnm, considerado como el Apu protector del Valle.

La Capilla del Copón fue edificada ahí, sin obedecer precisamente a la riqueza de ese paisaje. A los 3.312 msnm, altura de su ubicación, los Wankas, antiguos habitantes del Valle, habían levantado sus Huacas Sagradas, las mismas que, tras la llegada de los españoles, fueron borradas utilizando el ejercicio colonial de levantar sobre sus propios cimientos iglesias y cruces. Una Huaca designaba en sí a toda una diversidad de deidades relacionadas con la vida y el conocimiento de los Wankas. Una iglesia no: su espacio era individual.

Por eso su construcción tampoco obedece a un ejercicio colectivo, o al menos, no en la historia oficial. La Capilla del Copón, una de las primeras del continente, fue edificada en 1550 por Inés Muñoz de Alcántara, prima de Francisco Pizarro, el conquistador, y primera mujer española en pisar tierras peruanas. Su estructura obedece al modelo particular de las iglesias rurales: paredes gruesas, entrada estrecha, techo alto y balcón con mirada hacia afuera. La nave interior, pequeña y fría, dispone en tres de sus paredes altares tallados completamente en madera: los rostros de los querubes, a pesar de los siglos, siguen ofreciendo la esperanza en sus esforzadas sonrisas.

Desde fuera, es difícil imaginar una misa de domingo. La estrechez de la Capilla no permitiría el ingreso de más de 25 personas, un número muy escaso si el objetivo es evangelizar. Pero si no se busca solo eso, ese espacio pequeño podría servir para otro fin, este más severo y profundo: discriminar. A la iglesia, de acuerdo a los comentarios y crónicas, solo ingresaban aquellos que poseían sangre española. El resto, los indios, tenían que escuchar misa de pie, confundidos entre las plantas y las piedras.

La fiesta de la Capilla del Copón se realiza el 28 de enero. Para la celebración, los más de cuatro mil habitantes de Chongos Bajo disponen una gran cantidad de recursos, ahorrados durante el año mediante trabajos locales o temporadas de migración hacia Huancayo. Se baila y se bebe en honor a esa Copa Dorada – de ahí el nombre Copón- que se guardaba hace siglos, dentro de la capilla. Hoy esa copa es solo imaginaria. En la pequeña capilla, visitada con escasa regularidad por los turistas, aparte de los altares se exponen algunas imágenes contemporáneas que reposan bajo el cuidado de un guardia del mismo sector. “La gente se saca fotos con la iglesia y también con el Pabellón de los Lamentos”, dice el encargado de la seguridad.

Treinta pasos –para hacer un promedio- separan a la entrada de la iglesia de la Plaza de la Inquisición: una planicie en cuyo centro se levanta un monolito de piedra, con base cuadrada, que se eleva dos metros en el aire hasta ser coronado por una cruz. Le decían el Pabellón de los Lamentos pues, a quienes el cura consideraba herejes, cada domingo después de la misa, se los amarraba alrededor del monolito y se los castigaba con cabestro hasta que su sangre indicara la aceptación de dios.

Mirándolo ahí, firme, intacto, real, la pregunta de por qué nadie se ha atrevido a derrumbarlo aparece como efecto natural. Quizá la respuesta no siempre es el olvido. Durante la fiesta de enero, la gente baila, bebe, se reencuentra, alrededor de este monolito, cobrando factura de las lágrimas que sus ancestros debieron grabar sobre la rugosidad de la piedra, esperanzados en que algún día pase el tormento y puedan llegar a las orillas del Huaytapallana, el lugar donde se recoge las flores, como reza su etimología quechua.

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