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El Telégrafo
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El director, guionista y crítico supo filmar, magistralmente, la infancia y la pasión amorosa

François Truffaut, desde la pasión de filmar (Video)

Un cáncer cerebral se llevó a Truffaut a los 52 años, pero queda su legado fílmico con obras como ‘Los 400 Golpes’ (1959) o Fahrenheit 451 (1966). Foto: Foto tomada de cinematismo.com.
Un cáncer cerebral se llevó a Truffaut a los 52 años, pero queda su legado fílmico con obras como ‘Los 400 Golpes’ (1959) o Fahrenheit 451 (1966). Foto: Foto tomada de cinematismo.com.
21 de octubre de 2014 - 00:00 - Redacción Cultura y Agencia

Francia inventó el cine dos veces. A la salida de la fábrica Lumière -era 1895-, y seis décadas más tarde, en el umbral de los ‘Cahiers du cinéma’, cuando los críticos de esa publicación tomaron la cámara tras el faro de François Truffaut, de cuya muerte se cumplen hoy 30 años.

Autodidacta, bajo la tutela de una madre que no ejerció, hijo sin padre y, a su vez, padre fílmico de tantos, Truffaut (1932-1984) abandonó la escuela para ir al cine o, mejor aún, hizo del cine su escuela.

“El cine le salvó la vida”, ha manifestado en varias ocasiones el director de la Cinemateca francesa, Serge Toubiana, antes de habitar una torturada niñez bajo el ‘refugio’ de los cine-clubs del parisiense y popular Pigalle de la Ocupación.

Todo un universo mítico que por primera vez la Cinemateca ha decidido exhibir a través del archivo personal del director, crítico y guionista francés, legado por la familia tras su desaparición.

Bautizada oficialmente en los epígrafes de la Nouvelle Vague, la cinefilia de Truffaut fue una suerte de orfandad, según la bellísima expresión del crítico Serge Daney, que trastocó las sílabas y -del ‘cinéphile’ al ‘ciné-fils’- transformó al cinéfilo en un hijo del cine.

Fue una infancia de trazo dickensiano, la de un niño que frecuentaba furtivamente la Cinemateca del legendario Henri Langlois, en la Avenida Messine, bajo la fascinación por las imágenes que, azuzada en la ‘clandestinidad’, prolongó su intensa actividad lectora.

“El joven Truffaut amaba los libros, la lectura era lo único que su madre toleraba”, revela Toubiana, quien repasa la vocación literaria de un hombre que se enamoró del cine en una biblioteca y cuya obra, de Henry James a Ray Bradbury, nace en un relato impreso.

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Inundada de misivas, diarios y novelas, su filmografía -revisada de forma exhaustiva a lo largo de la muestra- entabla un diálogo ‘físico, casi carnal’ con lo novelesco.

Literatura e infancia, o dos ‘motivos permanentes’ a partir de los cuales Truffaut levantó una obra que, regularmente, de L’enfant sauvage a L’argent de poche, reivindicaba las aulas como escenario fundamental para ‘afrontar la vida adulta en plena libertad’.

Y escribir, como filmar, era contarse a sí mismo. A menudo ‘enmascarado’, lo autobiográfico anega la obra de Truffaut para adquirir, precisa Toubiana, una ‘dimensión universal’.

A finales de los cincuenta y bajo la mirada paternal de André Bazin, la joven crítica de los Rivette, Godard o Rohmer hablaba de cines antes que de cine para, sobre el papel, fundar la figura del autor. Truffaut, que estrenó Los cuatrocientos golpes en Cannes, en 1959, fue el primero en rodar después de escribir.

Luego llegó una carrera construida desde la pasión de filmar y, por tanto, de vivir. Para Truffaut, el cine -‘elección moral, irreductible’- o era una cuestión de amor o sencillamente no era.

“Amar las películas para sustraerse de lo real”, resume Toubiana tras el rastro de un tipo intrépido que aspiraba a vivir como rodaba: “Sin atascos, como trenes que avanzan en la noche”, en palabras de Truffaut.

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