La desaparición y muerte de los hermanos Restrepo han sido actualizadas por María Fernanda, su hermana menor, que se inicia en el arte cinematográfico con su filme “Mi corazón en Yambo”. La producción alude a ese crimen sin nombre ejecutado por torturadores y asesinos en que fue prolífica la fuerza pública a la orden del mandamás de El Cortijo, que entre vacas, pistolas y caballos -sus tres predilecciones- regó de cadáveres el suelo ecuatoriano desde el Palacio de Carondelet. Los restos de las dos víctimas, Andrés y Santiago (15 y 17 años, flor de la vida), fueron arrojados por malhechores policiales a la sombría y solitaria laguna de Yambo. De esto hay confesiones, testimonios y evidencias irrefutables, aunque es perfectamente probable que las mismas manos que ejecutaron el doble asesinato, u otras igualmente serviles y sanguinarias, recuperaran los despojos para ocultarlos donde ya no fuera posible rescatarlos, tal vez en el cráter de algún volcán vecino.
Sea lo que fuese, y por muchas lágrimas que cuesten a los suyos mantener vigente esta tenebrosa historia, el Ecuador entero, el de hoy y el de mañana, tiene necesidad y urgencia de hallar la verdad y perseguir y castigar, aquí y aún más allá de la tumba, a los culpables del horrendo crimen. El Ecuador no puede seguir siendo el reino de la impunidad. Siempre lo ha sido, especialmente desde que Gabriel García Moreno, el “Santo del Patíbulo”, estableció el imperio del terrorismo de Estado y dividió a nuestro pueblo –palabras de Montalvo- en tres porciones: una destinada al encierro, otra al destierro y la última al entierro.
A comienzos del siglo XX, la impunidad cobró más fuerza con la feroz matanza del 28 de enero de 1912, cuando caníbales de levita, uniforme militar y sotana desataron la furia de una chusma borracha y fanatizada para ultimar en prisión a Eloy Alfaro y sus compañeros de martirio, arrastrarlos por las calles de Quito y prender con sus despojos la “Hoguera Bárbara” en el parque de El Ejido. Esa “Hoguera Bárbara” que nosotros, los ecuatorianos de hoy, hombres y mujeres de toda edad y cualquier condición, estamos obligados a convertirla en inmensa antorcha de la verdad, que ilumine para siempre el camino de la justicia y la dignidad humana.
No solo eso. Es imprescindible hacer el trágico inventario de la sangre derramada por toda clase de tiranos y tiranuelos, desde el Estado o con la complicidad del Estado. Así saldrán a luz, para no ser olvidadas ni perdonadas, la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922, las masacres indígenas y estudiantiles, las masacres del 2 y 3 de junio de 1959, la masacre de Aztra, las incontables violaciones y asesinatos de chicas atribuidos a Camargo, las muertes de Fybeca, las de Consuelo Benavides y sus compañeros, en fin, el magnicidio del presidente Jaime Roldós Aguilera y la cadena de muertes sucesivas, tanto de campesinos de Celica como de los pilotos de aquellas dos naves siniestradas después del fatídico 24 de mayo de 1981. Prometámonos: nuestro corazón en Yambo; nunca más impunidad.