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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Pulgas aburguesadas

04 de enero de 2016

Hay una especie de enfermedad que se ha tomado el cuerpo de quienes asumen la interacción social y su núcleo organizativo a partir de la única receta posible: la democracia. Ciertamente oímos, gracias a tantas conjeturas empíricas, solo de las virtualidades de dicho sistema político; porque la globalización divulgó conceptos pero, sobre todo, apreciaciones de lo que se presume es, también, la libertad.

Dos palabras tan hondas y peliagudas, democracia y libertad, contienen la axiología del legado liberal. La historia occidental ha querido que esos valores surquen incluso las creencias populares que exudan las masas como analogías de la libertad, es decir, el caos de su vitalidad o el esplendor de su vulgaridad ideológica. Así, democracia y libertad son categorías que articulan las buenas razones de las élites, con las que tapan –además- su viejo oprobio de clase. Ergo, democracia y libertad, por complementariedad, son fuerzas que patrullan los instintos de las masas para incorporar sus necesidades al mercado de todas las pulgas.

El doble uso de estas palabras es también recipiente político de los desperdicios mediáticos. Como secuela se altera lo público y su arquitectura social con lo privado y su diseño dinerario; pero lo más decidor es que en el centro de tal disquisición se impone una noción facilona: vivir en democracia significa invertir tiempo, voluntad y plata en actividades provechosas. Por tanto, ser un hombre o mujer de provecho se traduce en servir al sistema apropiándose del axioma libertario: poner a funcionar el capital (económico, cultural, simbólico…), si es posible, sin dios ni ley.

Allí aflora la diferencia de administrar y acrecentar una o varias de las convenciones del capitalismo contemporáneo, pues la masa, destinada al gigantesco mercado de pulgas, no se involucra necesariamente en algún cachuelo capitalista sino que se transforma en cliente habitúe (o minorista informal) de los infinitos objetos que engendra la maquinaria de distracción, alimentos o violencia virtual. Y, todo, distribuido por una democracia que más que un sistema político, es el cobertor de una plataforma económica que absorbe la sangre de una mayoría que cree a pie juntillas en la libertad… de las pulgas.

Los discursos de la democracia siempre son bonitos si son dichos con distinción y garbo. O si son ajustados a la estética de una microburguesía que anima a figuras políticas ajenas a su guarida. O si son expuestos en los medios y activados en las sobremesas de cualquier familia. Muy bonitos. Porque se invoca incluso a un delirio no igualitario, que tiene éxito a través de ese sentimiento generalizado y egoísta de “no ser igual a nadie”, en el que ser peor tiene sus méritos y ser mejor es “quedarse picado” y competir luego como un animal amaestrado.

Así nomás se mascullan las prácticas de la democracia y la libertad. Desde arriba se injerta en la masa el desprecio por la igualdad y la irracional emulación de clase. Ya lo vimos en las protestas por las leyes de la herencia y la plusvalía. ¡Ah, herencia y plusvalía! Los otros dos pelajes de la democracia y sus numerosas pulgas aburguesadas. (O)

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