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El Telégrafo
Carol Delgado Arria. Embajadora de la República Bolivariana de Venezuela

Columnista invitada

'¿Puede uno estar con Maduro?': Debemos estarlo

06 de septiembre de 2016

He leído con asombro un artículo publicado en el diario El Comercio titulado ‘¿Puede uno estar con Maduro?’ que cuestiona a nuestro Presidente y condena a nuestro proyecto político por estar, presuntamente, anclado en un pasado caduco. Preocupa, sobre todo, la superficialidad del análisis de quien critica la política en ‘blanco y negro’ de la izquierda, pero rehúye un análisis serio respecto de la realidad venezolana.

Venezuela es hoy objeto de un cruento y sistémico bombardeo ideológico, político, diplomático, económico-financiero, comercial y cultural por parte del imperialismo. La guerra no convencional, desde dentro y en estrecha coordinación desde el extranjero, es el arsenal esencial del metabolismo del capital en su nueva fase neoliberal.

Cabe recordar que en sus 240 años de vida republicana, EE.UU. ha pasado 220 en guerras. ¿Puede alguien con formación política no ver que la guerra en todas sus variantes es una política de despojo por parte del imperio? ¿Puede alguien no ver que el golpe de Estado continuado y la guerra no convencional contra Venezuela responde a la misma corriente derechista del golpe judicial contra Dilma en Brasil, entre otras afrentas contemporáneas?

Por supuesto, no estamos exentos de errores ni de inconsistencias, pero en este escenario de guerra devienen en contradicciones secundarias. Atribuir el caos de la vida económica al presidente Maduro es servir de triste instrumento a la agenda imperial que no menoscabará esfuerzos por destruir a Ecuador, llegado el caso. A pesar de las distancias que el autor cree necesario marcar respecto de Venezuela, mi país sigue siendo el intento más novedoso que haya visto la región en los últimos tiempos de crear un nuevo modelo de justicia, equidad e inclusión y esa realidad no la han podido horadar el linchamiento mediático o los ataques externos.

La vía de construcción al socialismo que planteamos con el presidente Chávez —y ahora con el presidente Maduro – impulsa una economía cuyo centro son los derechos humanos. La Venezuela inclusiva fue reconocida por alcanzar las Metas de Milenio establecidas por la Organización de Naciones Unidas (ONU), el PNUD y la FAO. Para algunos, la Revolución Bolivariana es ahora una suerte de ‘mal ejemplo’ que habría que cortar de raíz, del que habría que distanciarse en tanto pone en riesgo los fundamentos de la hegemonía global al reivindicar la soberanía popular con todo lo que eso significa.

A Venezuela se le ahoga financieramente con el apoyo de una burguesía parasitaria que históricamente ha controlado el abastecimiento de alimentos y medicinas al mercado nacional, y que ha estimulado fenómenos especulativos, causando la escasez de ciertos bienes de primera necesidad.

Adicionalmente, la caída del precio del petróleo ha golpeado a Venezuela pues, pese a nuestros esfuerzos por desarrollar una matriz productiva endógena, los resultados no se verán en el corto plazo, y la dependencia de los ingresos petroleros para la economía venezolana y el presupuesto fiscal son determinantes.

Aun así, el Gobierno ha definido una agenda económica que sigue privilegiando los derechos de las personas. La discusión entonces debería centrarse en lo sustantivo: ¿Somos un espacio político que defiende la soberanía popular y redistribuye su riqueza a sus legítimos dueños o somos los entreguistas de siempre?

No es el autor del artículo el único ‘amigo de Venezuela’ para quien mi país hoy resulta una herencia incómoda. Pero si dejamos solo a Maduro, estamos abandonando el legado de Bolívar, de Allende, de Alfaro, y a nosotros mismos. (O)

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