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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Plan de lectura José de la Cuadra

21 de septiembre de 2017

Solemos afirmar que la sociedad ecuatoriana no ha desarrollado el hábito de la lectura. La realidad parece contradecir esta afirmación: las personas con las que nos topamos están escribiendo o leyendo todo el tiempo mensajes de texto, Twitter o avisos publicitarios en sus teléfonos celulares. En la vida cotidiana, todo lo que nos rodea está impregnado de números y palabras, ellas están en las señaléticas, en las vallas, las aplicaciones de nuestros ordenadores y en general en toda nuestra selva artificial. El capitalismo en toda su complejidad no pudiera operar si la mayoría de los consumidores no leyera etiquetas.

Es obvio sin embargo, que los textos masivos y comunes que leemos y asimilamos con relativa facilidad tienen una estructura gramatical y una característica comunicativa: son cortos, construidos con un diccionario reducido, acompañados generalmente con imágenes que promueven la vagancia interpretativa acrítica. Muchos mensajes siguen las formas imperativas y prometedoras de los eslóganes, respondiendo a un sistema que requiere acción productiva y persuasión consumista, ligado a un mundo cognitivo económico instrumental.

A pesar de que la gente lee y escribe más que antes, contradictoriamente las cifras de la mayoría de países latinoamericanos revelan que ha disminuido la capacidad analítica. Extrañamente los profesores universitarios constatamos que nuestros alumnos parecen haber reducido el universo del lenguaje, no manejan sinónimos, no decodifican las ideas de oraciones largas con complementos, y presentan serias dificultades para parafrasear, resumir e interpretar, capacidades que en cambio, de algún modo, fueron desarrolladas por el sistema educativo que sembró la revolución laica.

Hasta la generación de los 60, casi todos los niños y niñas que asistíamos a las precarias escuelas de entonces sabíamos resumir y hacer cuadros sinópticos a partir de un ejercicio conceptual básico. Aunque distinguíamos muy bien la descripción de la “realidad”, teníamos a la vez una relación cercana con la metáfora literaria. El ‘copy’ de entonces consistía en transcribir manualmente el texto de un libro, lo que obligaba a ejercer toda una operación cognitiva neurológica, que de paso permitía la interiorización de la sintaxis y  la ortografía. El libro impreso era entonces un objeto muy preciado, un contenedor de arte, sabiduría y conocimiento, que en sí mismo permitía una experiencia sensorial y cognitiva distinta a la que se produce cuando se usan dispositivos electrónicos.

El problema no radicaría entonces en la falta per se de lectura como una acción particular, sino en un desajuste sistémico, reflejo de un cambio civilizatorio en el que se están transformando los hábitos y sustancialmente la función, utilidad, estructura del lenguaje y formas de mediación con la realidad. El predominio de un pensamiento instrumental acrítico, ligado a una sociedad fundamentalmente operativa, sería el centro de la cuestión. Cuando una sociedad no interactúa críticamente con la realidad, tiene menos posibilidades de cohesionarse, crear y resolver problemas concretos.  

En el contexto citado, el Plan de lectura es una gran iniciativa del gobierno del presidente Lenín Moreno que puede constituirse en el  fundamento de una revolución educativa cualitativa, bajo el faro de la literatura y del gran José de la Cuadra (1903 – 1941), superando por supuesto las anomalías por las cuales Michel Foucault desarrolló la analogía entre fábrica, escuela y prisión. (O)   

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