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El Telégrafo
María Dolores Miño

Mi cuerpo, mi decisión.

28 de agosto de 2020

Tras ocho años de debate, finalmente  la Asamblea Nacional aprobó el Código Orgánico de la Salud (COS), una deuda que tenía pendiente con todas las mujeres y niñas del Ecuador y que contribuye a acercarnos más al cumplimiento de nuestras obligaciones en materia de derechos sexuales y reproductivos.

Antes de que entren en pánico, hay que aclarar que el COS no ha despenalizado o legalizado el aborto, como ciertos políticos irresponsables alegan. Lo que dispone, es que, en casos de emergencias obstétricas, que pueden ser de variada índole, las mujeres deberán ser atendidas de manera oportuna, en aras de asegurar su vida y su integridad personal.

Tener que incluir esta disposición en pleno 2020 resulta agridulce. Hicieron falta ocho años de discusiones para que finalmente los asambleístas reconozcan que el principio de humanidad y los deberes inherentes a la profesión médica deben prevalecer sobre los prejuicios y taras conservaduristas de algunos.  Hicieron  falta ocho años para que las mujeres – que somos las únicas que podemos padecer complicaciones en el embarazo o el parto- seamos atendidas por médicos sin que esculquen en nuestra vida privada, nos dejen morir desangradas alegando una mal concebida “objeción de conciencia”, o nos traten como criminales por querer salvar nuestra vida.   

Esto es grave,  porque por ejemplo, incluso las normas que rigen los conflictos armados desde hace siglos exigen que al enemigo que está herido se le dé atención médica oportuna. Asimismo, el derecho a ser atendido en caso de tener complicaciones médicas es algo ya sobreentendido en el caso, de un asesino que estuviera privado de libertad. Ni al enemigo se le pregunta para qué bando dispara, ni al detenido sobre su delito, como una condición previa a prestarle servicios de salud oportunos. Se les atiende porque son personas.

En materia salud entonces, las mujeres hemos sido tratadas con más crueldad que los hombres que roban, que violan, que matan como profesión. Posiblemente porque en el imaginario público, nuestro cuerpo no nos pertenece en realidad a nosotras, sino a nuestros padres, a nuestras parejas, a los asambleístas, a los curas o a cualquier aparecido. El castigo por pretender decidir sobre nuestro cuerpo, ha sido privarnos del más elemental y básico trato humano ante situaciones de emergencia. Ha sido dejarnos morir.  

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