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El Telégrafo

Las puñaladas de un poeta irreverente

01 de junio de 2011

Desde las interioridades del ser humano, la poesía conquista el mundo con la autenticidad que faculta la construcción de imágenes a partir de los lugares comunes y de la provocación que deviene de la palabra sensible.

17 puñaladas no son nada (editoriales Mar Abierto y Eskeletra) titula la antología personal de Pedro Gil (1971); aquel poeta manabita que describe la marginalidad alejándose de lo críptico y abrazando la penumbra provocada por el hombre. Este vate enciende la hoguera poética desde la realidad de su entorno, desde la calamitosa convivencia social. Creador vital que entiende que la revelación del verso solo tiene sentido en la medida en que vivamos en el fragor de los actos y en la desnudez de las ideas. Se desentiende de lo convencional con el afán de sumergirse en la insolencia del verbo, en el lenguaje irónico que demanda la irreverencia literaria.     

Gil se abraza con el lupanar y la oscuridad noctívaga. Con la recurrente búsqueda de nuevos amaneceres, el silencio de viejos cementerios y la reincidente evocación lunática: “Mejor vámonos marchitando/ al otro barrio/ de las posibilidades/ porque de los albañales/ pueden surgir luces y mariposas./ sorprende mi sinceridad./ arriba murmuran buenas noches./ como todo un adán que soy/ me retiro/ tarareando suave/ suave/ suave/ hasta perderme en el túnel de la noche”.

La poesía de Pedro Gil, sumada también su valiosa incursión prosística, resume su propia vida, sus intersticios, sus soledades, sus exabruptos. Parió para ser poeta, para aferrarse de la lírica, para abofetear a la formalidad lingüística: “aquí tengo mi talento. El Poema./ el que salí a buscar/ desde la entrepierna de mi madre”.

Su felicidad es fugaz como el vuelo del indefenso colibrí. La adicción a la literatura y al mar es más fuerte que el vicio a la bohemia. Cuando las metáforas se agotan en su léxico profano, Pedro se refugia en los oleajes de su ciudad para reencontrarse con antiguos dioses; dadores del peyote y la imaginación: “estoy considerado como uno de los mejores/ atletas del ocio./ soy el hombre que esta vida se merece…/ burlé al suicidio/ cuando me buscaba./ yo, hijo de un etílico/ y una desventurada,/ he llevado una vida feliz./ ¿por qué la gente no ríe,/ si tan solo cuesta unas lágrimas?”.

Pedro es un ser sensible, predestinado a la maldición de las palabras. Un terrorista que huye del presidio y del desamor, que no mira atrás, tal como lo indica el manual de vida.

17 puñaladas no son nada es un libro-provocación, un escupitajo -parafraseando a Henry Miller- que decanta la vida y la muerte.

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