Concurrí ese día al Ministerio del Litoral. La recurrencia de un documento para una nieta que se graduaba en USA hacía mi presencia perentoria, y allí escuché la tenebrosa noticia, “golpe de Estado”. Una señora me pregunta con tímida candidez: ¿Qué es un golpe de Estado? Y le contesto de inmediato: Un crimen. Mas, sin saberlo, horas después comprobaría que se realizarían otras oprobiosas fechorías contra el pueblo ecuatoriano y sus legítimos representantes, por parte de quienes tenían la obligación constitucional de protegerlos. A unos cuantos metros de lo que relato se celebra un acto de entrega de tierra para los campesinos de la Costa, lo preside el ministro de Agricultura, Espinel, que al suspenderlo -dadas las graves circunstancias políticas que se vivían- pidió a los concurrentes marchar hacia la Gobernación del Guayas.
Con rara unanimidad, comenzamos a andar todos. Los cientos de personas congregadas se convierten en un fuelle inmenso de pensamientos y acciones colectivas, pero cosa insólita, en principio nadie grita, solo caminan de prisa para alcanzar con prontitud el centro de Guayaquil. El silencio no es profundo, aunque por momentos nos invade una sensación de soledad espesa, pero los misteriosos rayos que momento a momento se introducen sobre la muchedumbre y que corresponden a más gente que se incorpora a la columna nos devuelven la fe. Recuerdo con nitidez los autos que pasaban raudos, casi rozando nuestros cuerpos, y los insultos y las malas señas que soportamos de los que se dirigían de Urdesa a la vía a Samborondón. Las noticias “Saqueos en el suburbio”, “Asalto al hospital del IESS”, “Muertos y heridos en atracos en toda la ciudad”, “Rafael Correa raptado y el pueblo de Quito en las calles reclama su liberación”.
Estamos culminando el Malecón, la multitud se ubica disciplinadamente y se disgrega desde la calle Aguirre hasta la 9 de Octubre. Hemos atravesado las miradas patibularias de los “robaburros” y ahora nos juntamos en pequeños grupos para comentar episodios personales de lo sucedido en estos lapsos de tiempo. Nos enteramos de las compras cuantiosas -el domingo anterior en los barrios pudientes- de agua y comida de “fácil digestión” de algunos de sus habitantes, de igual manera de periodistas que han sorprendido a gendarmes incitando a ladrones convictos para que siembren el caos.
Es la noche y ya conocemos de las maniobras de los barbarócratas derrotados, pidiendo amnistía para los amotinados. La demanda del país por sus derechos pisoteados es casi unánime, la comunidad internacional les da un ultimátum a los fascistas y las Fuerzas Armadas nacionales emprenden el rescate al Presidente. Comprendemos entonces que solo falta lograr por parte de nuestros soldados y el pueblo la liberación del Primer Mandatario de la codicia y maldad cuartelaria, evitando el derramamiento de sangre hermana. No se puede. Lamentablemente es mayor la insidia de los malvados.
En la alta noche, al regresar a mi hogar, mi mujer y mi hijo me esperaban blandiendo sendas banderas nuestras, nos abrazamos y lloramos al unísono y reiteramos que al pueblo de Rumiñahui, Espejo y Alfaro no lo doblega ni esclaviza nadie, nunca más.