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El Telégrafo

La jornada trágica del 30-S de 2010

30 de septiembre de 2011

Concurrí  ese día al Ministerio del Litoral. La recurrencia  de un documento para una nieta que se graduaba en USA hacía mi  presencia perentoria, y  allí  escuché la tenebrosa  noticia, “golpe de Estado”. Una señora  me pregunta con  tímida candidez: ¿Qué es un golpe de Estado? Y le contesto de inmediato: Un crimen. Mas, sin saberlo,  horas después comprobaría que se realizarían otras oprobiosas fechorías  contra el pueblo  ecuatoriano y sus legítimos representantes, por parte de quienes tenían la obligación constitucional de protegerlos. A unos cuantos metros  de lo que relato  se celebra  un acto de entrega de tierra para los campesinos de la Costa, lo preside  el ministro de Agricultura,   Espinel, que al suspenderlo -dadas las  graves circunstancias políticas  que se vivían- pidió a los concurrentes  marchar hacia la Gobernación del Guayas.

Con rara unanimidad, comenzamos a andar  todos. Los cientos de personas congregadas se convierten  en un fuelle inmenso de pensamientos y acciones colectivas, pero cosa insólita, en principio nadie grita, solo caminan de prisa para alcanzar con prontitud el centro de Guayaquil. El silencio no es profundo, aunque por momentos nos invade una sensación de soledad espesa, pero los misteriosos rayos que momento a momento se introducen sobre la muchedumbre y que corresponden  a  más gente que se incorpora a la columna  nos devuelven la fe. Recuerdo con  nitidez los autos que pasaban raudos, casi rozando nuestros cuerpos, y los insultos  y las malas señas que soportamos de los que se dirigían de Urdesa a la vía a Samborondón. Las noticias   “Saqueos en el suburbio”, “Asalto al hospital del IESS”, “Muertos y heridos en atracos en toda la ciudad”,  “Rafael Correa raptado y el pueblo de Quito en las calles reclama su liberación”.

Estamos culminando el  Malecón, la multitud se ubica disciplinadamente y se  disgrega desde la calle Aguirre hasta la 9 de Octubre. Hemos atravesado las miradas patibularias de los “robaburros” y ahora nos  juntamos en pequeños grupos para comentar episodios  personales de lo sucedido  en estos lapsos  de tiempo. Nos enteramos  de las compras  cuantiosas -el domingo anterior en  los barrios pudientes-  de agua y comida de “fácil  digestión”  de algunos de sus habitantes, de igual manera de periodistas que han sorprendido  a gendarmes  incitando a ladrones convictos para que  siembren el caos.

Es la noche y ya conocemos de las maniobras de los barbarócratas  derrotados, pidiendo amnistía para los amotinados. La demanda del país por sus  derechos  pisoteados es casi unánime, la comunidad internacional les da un ultimátum   a los  fascistas  y las Fuerzas Armadas nacionales emprenden el rescate al Presidente. Comprendemos entonces  que solo falta lograr  por parte de nuestros soldados y el pueblo la liberación del Primer Mandatario de la  codicia y maldad cuartelaria, evitando el derramamiento de sangre  hermana. No se puede. Lamentablemente es mayor   la insidia de los malvados.

En la alta noche, al regresar a mi hogar, mi mujer y mi hijo me esperaban blandiendo sendas banderas nuestras, nos abrazamos  y lloramos al unísono y  reiteramos que al pueblo de Rumiñahui, Espejo y Alfaro no lo doblega ni esclaviza nadie, nunca más.

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