En 2012, a propósito de “Río+20”, el presidente Correa y Fander Falconí redactaron un documento conjunto sobre los bienes ambientales y las relaciones de poder. En él delineaban los planteamientos del “Buen Vivir”, donde “la riqueza real implica una concepción más amplia que la que se le da en la economía tradicional.
Es, por sobre todo, reconocer la naturaleza gregaria del ser humano y la relación de este con la naturaleza”. El documento hablaba sobre el Impuesto Dely-Correa y la iniciativa Yasuní-ITT, este último con su grado de contradicción, cuando lo que se pretende es, precisamente, mercantilizar a los servicios de la naturaleza, integrándola a una dinámica de mercado.
La ilusión de muchos partidarios del Sumak Kawsay era la concreción más básica y fundamental de la reconceptualización de la manera de entender la vida, trascender la “matriz productiva” hacia una “matriz” más íntima al ser humano. Fuera de esto, el paradigma propuesto desde el Gobierno sigue siendo el de desarrollo a partir del crecimiento y no necesariamente algo más cercano al desarrollo a partir de la sostenibilidad. Más aún cuando hay una clara estrategia de aumentar la explotación de recursos naturales, lo que, bajo una concepción íntegra del “Buen Vivir”, atropella a comunidades y ecosistemas vitales.
Entiendo esa indignación sobre las limitaciones que ha tenido el Sumak Kawsay en el Ecuador, precisamente porque el discurso que se ha manejado desde el Gobierno ha buscado los mecanismos retóricos para sortear esas muchas premisas fundamentales del “Buen Vivir”. Creo que uno de los problemas gratuitos que se ha ganado la Revolución Ciudadana es tratar de explicar la coherencia de su modelo económico frente a los preceptos más fundamentales del Sumak Kawsay.
Y, sin embargo, creo que dentro de una política de desarrollo, decanto por el modelo que, efectivamente, se está aplicando. Partiendo de una premisa fundamental: que los que terminan siendo los desarrolladores y promotores del Sumak Kawsay son parte de los privilegiados del capitalismo, y que, si no responden directamente a una visión desde el mal llamado “primer mundo”, por lo menos sí lo hacen desde una tradición latinoamericana fundada en el exterior (como lo son la mayoría de los modelos que hemos adoptado o que directamente nos han impuesto).
Y desde ahí es fácil hablar sobre modelos alternativos de desarrollo, cuando se nos ha dotado de servicios que creemos inherentes, pero de los cuales no todos han podido beneficiarse. Caemos en la errónea creencia de que, por remitirse a una cosmovisión indigenista, carece de falencias o limitaciones, especialmente en un mundo que ha trascendido el parroquialismo de la autarquía.
Stuart Mill, en el siglo XIX, ya buscaba el estado estacionario de la economía como una meta, donde un crecimiento económico suficiente y propiedad distribuida permitiría disfrutar de las bondades de la naturaleza.