Había visto fotos de la obra ganadora y me acerqué a ella con todas las buenas intenciones de dejarme sorprender y reconocer por qué este grupo de personas la habían condecorado por encima de las otras. A simple vista no entendía la decisión. Dar premios a producciones creativas es complicado y casi siempre levanta cuestionamientos. Hay que aceptar, finalmente, que la decisión la ha tomado un jurado, no el voto popular, no tu propia consciencia; un jurado lo ha discutido y ha llegado a una decisión, era su trabajo hacerlo, no el tuyo. Hay que aceptar también que la pintura no es el Premio ni el Premio la pintura. Me acerqué y comprobé que la obra de Christian Godoy, en efecto, tiene algo deslumbrante, sobre todo en la parte alta del cuadro, un desgarramiento visual y el ejercicio de una técnica de repetición y esfuerzo. La parte baja del cuadro representa, casi al pie de la letra, una idea relacionada a la salud y a la intromisión de la farmacéutica en la vida cotidiana. La parte alta es mucho más interesante: formas orgánicas coloridas se comportan como cascadas y luego como agujeros o cavernas.
La obra que más captó mi atención, sin embargo, fue la pintura de gran formato del artista Raymundo Valdez. Es una imagen expresiva que alude a la estética de las tiras cómicas de los años 20 y 30, que cada cierto se repopulariza (hace poco, por ejemplo, en el extraordinario juego de video Cuphead). Mucho está ocurriendo dentro de esa pintura que parece advertirte en tono jocoso: sigue mirándome, aún no termino. Hay un movimiento circular, casi trabado, como mecánica; tema que se enfatiza con alusiones a máquinas por todas partes: coches en persecución, tanques retro-futuristas, robots precarios, humo saliendo de sus entrañas. También hay fantasmas a lo Gasparín, el fantasma amable, patos y perros a lo Walt Disney, otras figuras semejantes al mundo de Hannah y Barbera; y, al centro del remolino, una escena sacada del clásico “policías y ladrones”. Solo que el texto junto al cuadro advierte que el artista también ha metido un autorretrato (quizás es el ladrón, quizás el policía). El movimiento intenso de la pintura más las referencias caóticas a la violencia (encima de todo lo ya descrito, hay otras figuras amenazantes y unas cuantas balas perdidas volando por ahí) sugieren que quizás la representación caricaturesca es de la propia ciudad de Guayaquil, donde el artista habita.
Pero es el conjunto de obras en el Salón lo que resulta estimulante. En la planta baja hay obras magnéticas de Dayana Garrido y Francesca Frucci, entre otros. En la parte alta, además de las que ya he mencionado, hay obras del “Mago” Fernández, de Oswaldo Terreros y de Pedro Gavilanez que subvierten la misma noción de un salón de pintura, tal como han venido haciendo los artistas en este espacio desde hace mucho tiempo. La primera porque es de plastilina, la segunda porque ofrece una experiencia cinética y la última porque usa funditas ziploc de plástico en vez de papel o lienzo y porque se ha instalado un lavabo como parte de la misma. Otras piezas notables son las de David Federico Uttermann Palacios, Theo Monsalve e Ilowasky Ganchala, quien obtuvo el segundo premio.
Sesentaiún ediciones de lo que sea en el ámbito cultural es un hito digno de reconocimiento (el Premio Mariano Aguilera cumplió 100 años recientemente, con ires y venires). Esta es la primera edición después de dos años de interrupción por la pandemia. Felicitaciones y gratitud al equipo organizador, entre las que se encuentran Adriana Dueñas, directora del Museo Municipal, y Giada Lusardi, brillante directora de esta edición del Salón.