La responsabilidad del cineasta
Terry Gilliam por fin concreta El hombre que mató a Don Quijote (2018). Se sabe que este filme tuvo intentos de filmación desde 1998, hasta su resultado actual: una lectura singular del clásico de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha.
Para el devoto de la obra de Cervantes y de sus adaptaciones, es seguro que la versión de Gilliam le desconcertará porque la historia se ambienta en el presente y se relaciona con el cine y los condicionamientos financieros que impone la producción.
Y de eso es El hombre que mató a Don Quijote: el dilema del cineasta ante la potente e impetuosa imagen del Quijote, salvando los imperativos industriales. Aquel, interpretado por Adam Driver, reencuentra su cortometraje de estudiante, una versión de El Quijote en España. Con ello redescubre al que fuera su primer Quijote (Jonathan Pryce) y a otros a quienes les había prometido fama. Tal Quijote vive de su imagen ante los pocos turistas que visitan las regiones donde una vez se filmaron las escenas.
Con este argumento Gilliam desmonta las fantasías que deja la industria del cine cuando crea efectos de nueva realidad en parajes antes inhóspitos u hospitalarios. Es conocido que en España se filmaron, entre otros, los spaguetti western, los que se sirvieron de los paisajes y alzaron edificaciones; estas luego fueron aprovechadas por los pobladores para hacer negocio turístico.
La trama de El hombre que mató a Don Quijote sigue la senda de las ruinosas construcciones, de los paisajes abandonados, de los pueblos a los que una vez se les prometió incluirlos en los circuitos de desarrollo.
Con ello, Gilliam produce un resultado paradójico, porque son los habitantes los que enfrentan a la industria cultural por crear imágenes distintas de realidades que debían seguir corriendo su curso. Si El Quijote lee el mundo para comprobar lo que los libros de caballería decían (según Michel Foucault), Gilliam patentiza cómo el mundo real vive de los restos dejados por la producción de cine, entre estos, unos anodinos actores que nunca llegaron a ser deidades, tal como les dijeron.
Acá Gilliam cuestiona la responsabilidad del cineasta que es como la del protagonista del cuento El etnólogo de Jorge Luis Borges, el cual, a sabiendas que va a transformar una realidad con su sola presencia, debe optar por una decisión ética. Esa es quizá la inquietud que nos deja El hombre que mató a Don Quijote. (O)