Guangopolo, la cuna de los cedaceros
Amelia Paucar juega con sus manos y vuela al hilar. Hilar, hilar, hilar los recuerdos y la tristeza, porque poco a poco su gente ha olvidado el oficio de tejer en la guanga el pelo de la cola de caballo para confeccionar los cedazos, utensilio de cocina que en épocas pasadas era la principal fuente de trabajo de los moradores de Guangopolo, parroquia rural ubicada al suroriente de Quito.
El oficio del cedacero es centenario, pues más de cuatro generaciones han conservado esta tradición en el sector. Tanto los tejedores como las autoridades de la zona no tienen un registro exacto sobre cuándo se inició este oficio, pero a través de los años fueron los abuelos y bisabuelos quienes lo transmitieron a sus hijos como una forma de vida.
“Yo tenía siete años cuando mi madre me dijo que era la hora de aprender a tejer en la guanga. Me sentó a su lado y con sus dedos empezó a unir el shig y la trama (pelo de caballo, en tamaños diferentes, listo para ser tejido). Mis ojos seguían el ritmo del ir y venir de los ingiles, desde entonces no he dejado de hacerlo hasta hoy, con 63 años de edad”, contó doña Amelia.
Una de las dificultades es el alto costo de pelo de caballo con el que tejen los cedazosGuangopolo tiene 55 años de parroquialización y antes era considerada una comuna. La historia de la localidad recoge que los lugareños descendieron de los Quitus - Caras y, en la época de la colonia, fue cuando aprendieron a perfeccionar sus técnicas de tejido.
Desde la plaza central de la parroquia camina con paso rápido María de Lourdes Tibanta. Antes de llegar a las calles Guayaquil y Atahualpa se detiene, se persigna, pronuncia una breve oración frente a la iglesia, cruza el parque y pronto su figura se aleja en medio de las viviendas, que aún conservan un aire colonial.
Doña María viste una falda ploma, una camiseta celeste y lleva puesto un sacón blanco de lana que ilumina su piel trigueña. En sus manos lleva una funda pequeña y su caminar no se detiene para descender por la calle pavimentada, y de rato en rato levanta su mano para saludar a los vecinos. Acelera un poco el paso, pues la noche llegará en dos horas y aún tiene que preparar la merienda.
Abre la puerta de su casa, hace a un costado la larga cabellera negra y empuja despacio a los cinco perros que la reciben con alegría. Antes de hacer la comida, religiosamente se sienta frente a su guanga y empieza a tejer. “Esto me trae lindos recuerdos, pues antes todos aquí trabajábamos tejiendo. Cuando tenía unos 17 años, las vecinas nos reuníamos en el taller, es decir, cada una llevaba su guanga y confeccionábamos las telas para los cedazos. Nos reuníamos todo el día y era lindo porque entre nosotras bromeábamos, pero eso sí, no nos descuidábamos de la obra”, relata la mujer de 63 años.
El procedimiento para la confección de la tela toma una semana. El crin del caballo es dejado en remojo por tres días, luego se lava con cloro y suavizante, se seca dos días al sol, se lo peina y está listo para ser tejido.
La venta de este producto artesanal decayó a partir de los años noventa, pues surgió la venta masiva de los coladores plásticos. La crisis bancaria de 1999 también arruinó la producción de este utensilio y muchos guangopolenses migraron a otros países. Otro factor, que hasta la actualidad preocupa a los artesanos, es que ya no se halla fácilmente el crin del caballo, la materia prima, y al encontrarlo los precios son altos. Por ejemplo, un costal de este tipo de pelo cuesta alrededor de $ 250.
La confección de la tela del cedazo es todo un arte y cumple un largo proceso hasta convertirse en un utensilio de cocina. El cedazo era parte del quehacer culinario porque en él se cernía la harina de granos como el maíz, la cebada y el trigo. Inclusive, se utilizaba para separar la bebida de la chicha de jora con las hierbas de su preparación.
Juan Oyacato es el esposo de María de Lourdes. Los dos nacieron en el lugar y llevan 40 años de casados. Juan narra que a los 12 años aprendió a hacer los cedazos y hasta ahora teje cuando es necesario. Con el paso cansado, se sienta junto a su esposa y a sus pies se encuentran varias telas depelo de caballo. Los aros son de diferentes tamaños y están hechos de madera de pumamaqui, una fibra exclusiva para la confección del cedazo. Los aros grandes llevan el nombre de mama aro y los delgados, guagua aro.
Entre sus manos Juan toma el mama aro, le une por los extremos y para que no se separe teje con cabuya los lados varias veces. Su frente bota gotas de sudor, pues el sol se pone y los últimos rayos de la tarde cubren su cabeza. Moja la tela y la aprieta fuerte contra el aro y encima coloca el guagua aro, empuja con fuerza y la tela se templa; luego, como último paso, coge la pilluma (carrizo de la estera) y la va cosiendo junto con el borde restante del cedazo. Apenas fueron 30 minutos para acabar con su obra, Juan hace una docena diaria de cedazos.
“A mi mente viene mi niñez, yo cumplí los 12 años, mi padre junto al fogón de la leña nos sentaba y mientras nos narraba historias del Ilaló nos enseñaba a elaborar el cedazo, nunca lo olvidaré. Luego, ya cuando me casé, iba a buscar por tres semanas la cola del caballo, viajaba a Cayambe, en las haciendas me vendían a buen precio, en sucres, en ese entonces”, comentó.
Los habitantes de Guangopolo, para no perder está tradición, formaron la Asociación de Cedaceros, integrada por 20 miembros. En el centro cultural que lleva el mismo nombre ofertan productos como cedazos, pulseras, cintas de sombreros, aretes y pinturas, entre otros.
Alicia Calumba es parte de la agrupación, tiene 52 años y sus manos desde muy temprana edad aprendieron a peinar el crin del caballo. La artesana narra que eran épocas difíciles, pues antes la parroquia no tenía buenos caminos, mucho menos transporte. “Salíamos en grupo todas las tejedoras y lográbamos coger en el sector de El Tingo una camioneta que nos llevaba a Quito. Era antes de los setenta cuando todas comercializábamos nuestros productos en la plaza 24 de Mayo, que no era peligrosa en ese tiempo. Hasta el medio día vendíamos todito, no podíamos hacernos tarde porque no encontrábamos carro. Mi madre también salía a vender en aquella plaza; cuando regresaba venía comprando plátanos, aguacates y con mis hermanos nos cruzábamos la loma para abrazarla y cansados nos lanzábamos a la hierba”, rememoró.
Los cedazos varían en tamaño. El más grande se llama chusco, el mediano pishca, entre mediano y pequeño suctagrande, y parejo es el pequeño de todas las medidas. El valor de los utensilios va de 8 a 12 dólares.
En la actualidad, los hijos de los cedaceros no han retomado esta tradición. Por eso, muchos de ellos creen que este oficio vive su última generación.