Punto de vista
El neoconservadurismo contra la profecía populista
I. El conservadurismo existió antes del denominado universo neoliberal y del proceso de globalización. Posee un largo itinerario en América Latina. Éste combatió, en varios momentos históricos, al liberalismo y a las diversas izquierdas (partidarias y armadas). Fue a la lucha en nombre de grandes discursividades nacionalistas que reforzaban al Estado y sus capacidades.
Mientras abría el campo para derrotar a los últimos proyectos revolucionarios en América Latina (a finales de los años 80), el conglomerado conservador fue resignificado por las transformaciones introducidas en la globalización. Reagan y Thatcher dejaron una nueva realidad mundial y un campo político sujeto a la reinvención. Los conservadores, como lo exige su nominación, aceptaron y se reinventaron en el nuevo mundo global y en todo lo que éste ponía en crisis (la nación, el Estado, etcétera).
Luego de la caída del muro y de las derrotas revolucionarias de América Latina, debieron doblegarse a las lógicas de un mundo incierto e hiperveloz. Se “sometieron” a sí mismos y a lo que produjeron. Aceptaron el movimiento financiero sin regulaciones; la delegación de la soberanía del Estado frente a diversos organismos y tuvieron que acceder a agendas inéditas para otros momentos históricos. Los vocablos patria, nación, proteccionismo y Estado fueron perdiendo lugar en la escena discursiva. Sus enemigos cambiaron, poniendo el acento de dicha adversidad en la “administración” del Estado y de su riqueza. El problema de fondo no era la supervivencia del capitalismo, sino sus reglas. La tecnocracia neoconservadora se propuso “ordenar” las crisis que se produjeron a partir de las recuperaciones democráticas en una cantidad importante de países de América Latina.
II. Ordenar la economía, como grito de guerra del neoliberalismo frente a las crisis de los 80, no era otra cosa que reordenar la sociedad. Poner en jaque viejas memorias e instituciones y reconfigurar nuevas formas de habitar el sistema y el mismo lazo político. A esta transformación “jacobina” del mundo se sumó, de manera inédita, el impulso del consumo. Abrieron las puertas a los productos y servicios. Las empresas nacionales e internacionales fueron al supermercado del Estado a obtener sus bienes. El Estado –asediado por las deudas externas- cedió su patrimonio. La revolución tecnológica e informática se desplegó a cambios agigantados y la virtualidad fue colonizando los mundos privados.
La estabilidad política de los 90 se logró con el control de las finanzas, con la promesa de creación de empleos (“desregular para trabajar más”) y con el acceso al consumo. Consumo, precarización y desafiliación política de los grandes partidos y propuestas comenzaban a configurarse de manera radical. En algunos países latinoamericanos, el consenso neoliberal construyó una plataforma viable para diversos intereses. Buscaron soldar una alianza con algunos grupos empresariales y recrear la adhesión a partir del consumo. “Gobernar es dar consumo” pareció ser parte de la fórmula de gobernabilidad de estos actores. Integrar a los ciudadanos a través del mercado suponía ofrecer posibilidades de compra para los diversos estratos sociales. Los productos de países asiáticos cumplieron un gran objetivo político y simbólico para atender los renovados deseos de compra y para la economía internacional.
El mundo parecía perfecto. Se podía acceder a él desde cualquier capacidad de consumo. Las tiendas que vendían todo por un peso, un euro, una libra o los hiperdescuentos nos hablaban de este profundo proceso de “derrame” y “segmentación” simultáneos. Invadir el mundo con productos hiperbaratos y de mala calidad. “Liberar” el consumo y al mismo tiempo intentar ceñirlo a las posibilidades de todos los sectores sociales. Pero ese impulso consumista estableció modas y formas de presentarse en la ciudad. Todo chico o chica de los sectores populares quería sus Nike y sus Adidas y, como el capitalismo es “mágico”, para entender los deseos de aquellos que no podían comprar las verdaderas zapatillas, les proveía ferias y espacios para encontrar productos falsificados. Un camino rápido a la distinción.
Los neoconservadores gobernaron activando –según los contextos- dos dimensiones imposibles: impulsar el consumo y actualizar una moral contra el exceso estatal. La imagen de una sociedad consumiendo en los centros comerciales pasó a ser la gran metáfora del movimiento económico y social. Los shoppings se volvieron termómetros políticos. Participar del centro comercial se convirtió en una llave de acceso a la ciudad neoliberal. “Nada es tan simple si pones a rodar los deseos. Si un día no puedes, para la máquina sin sufrir costos políticos”. El consumo también pondría en problemas al propio conservadurismo. En momentos de ajustes o de enfriamiento de la economía, sintió la presión de los ciudadanos y ciudadanas. El consumo se fue convirtiendo en una especie de derecho civil y esto introdujo un factor de estabilidad o inestabilidad en la democracia neoliberal y en las posteriores.
III. El triunfo de la globalización no venía a resolver las asimetrías sociales, de hecho las ampliaba en un contexto de sobreabundancia mundial de mercancías, a saber, los ciudadanos podían estar empobreciéndose o precarizándose, pero seguir consumiendo, aunque los productos fueran de regular o peor calidad. También, se creaban trabajos que empobrecían y generaban nuevas desigualdades en todas las sociedades, principalmente, en las latinoamericanas. El conservadurismo latinoamericano intentó disciplinar y lograr la adhesión de las sociedades con “la globalización en la mano”. Todos empezamos a amar la única promesa sólida sobre la tierra: el horizonte capitalista. Un tiempo logró adhesión. Para esto tuvo un gran aliado global: los vencedores del muro. Los presidentes neoliberales de la región pactaron con el ganador. La vida les sonreía, hasta que todo se puso en crisis. Unos resistieron y otros se fueron.
Los gobiernos progresistas y de izquierdas, que surgieron cerca del 2000, se convirtieron en sus grandes adversarios. No como desafiantes del capitalismo, sino como actores que venían a disputar las formas de administrar el Estado, los derechos y su relación con la globalización. El populismo fue un vocablo común entre los neoconservadores para pensar a estos gobiernos. Lo paradojal, es que esos gobiernos progresistas también abrieron el debate sobre el populismo. Por tanto, hasta hoy, esa categoría se encuentra en disputa tanto por unos como por otros.
Los neoconservadores tienen dos cuentas que ajustar con el populismo. Una, éste le hace creer a la gente que puede ser más de lo que efectivamente es. Con lo cual dispara las fantasías de consumo –que, paradójicamente, el neoconservadurismo impulsó- y de ascenso social. “No hay que mentirle a la gente, no hacerle creer cosas extrañas”. “Un empleado es lo que es”. “Las fantasías solo generan inflación”. La segunda es que el populismo instala políticas públicas, o sea, aumenta el gasto público y subsidios, es decir, violenta “lo real” y establece una integración social distinta a la provista por el mercado.
El conservadurismo tiene un nuevo enemigo, el populismo o todos los gobiernos que busquen caminos heterodoxos, es una especie de profecía del ascenso social que debe desarticular. “Eso ya no es posible”. “Créeme. Solo yo te llevaré a lo real”. Parte de su lucha discursiva y narrativa se centra sobre ello. Intenta imponer una moral de lo real. La austeridad, el sinceramiento y el sacrificio se vuelven sus lenguajes más intensos. “A esta gente les generaron y prometieron fantasías. Ahora se viene el sacrificio, el sinceramiento”. “Hay que pagar la fiesta y el derroche”.
En la dinámica económica, pagar por “haber fantaseado” implica transferencias de ingresos de un sector a otro, reducción del consumo, precarización laboral y aumento de la desregulación estatal. “Sacrificarnos para que el empresariado se acomode y aceite la máquina”. De esta manera, se produce una resignificación de potentes metáforas religiosas para orientar e imaginar la vida económica. Estamos ante una teología económica que ha logrado cierta hegemonía social en América Latina y en el mundo. Su circulación y efectos deben buscarse más en la vida cotidiana que en retóricas que solo afirman el “poder del mercado”. Eso es parte del primer manual de liberalismo que todos hemos estudiado. El problema no es si los actores, dirigentes o candidatos políticos creen o no en el mercado (como si ese binarismo resolviera todo el análisis), el problema es comprender cómo las metáforas del mercado y de la globalización habitan en los imaginarios de los actores y de los individuos.
A la gran pedagogía política del neoconservadurismo le interesa la vida cotidiana. Constituir a los proyectos estatalistas o progresistas en constructores de relatos y fantasías. La lucha contra el exceso populista no es solo contra un gobierno o propuesta progresista, también es al interior de los imaginarios ciudadanos. Se intenta construir una sociedad contra el Estado y, fundamentalmente, una contra lo público y lo universal. Para ello, el neoconservadurismo apela a las tradiciones neoliberales y liberales que habitan en la región. En este punto se coagulan.
IV. Veamos Argentina, para poner un ejemplo del primer gobierno que salió del conglomerado progresista y volvió al universo neoconservador. Si bien intenta administrar la presión social por mantener el consumo con una moral antiexceso, busca situarse en el territorio de la austeridad. Exige sacrificios sociales por haber tenidos gobiernos derrochones. Los votantes deben pagar por la mayoría anterior. Todos deben pagar el exceso: de subsidios, de corrupción y de gasto público. Cuestión que tiene un único efecto, el despilfarro.
El macrismo viene librando esta batalla en los imaginarios políticos, intentando ampliar su adhesión. Rearticulando tradiciones neoliberales y los moralismos –ahora hipersecularizados- que los noventa nos han dejado.