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El Telégrafo
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Un aporte para Guinness

Un aporte para Guinness
06 de enero de 2014 - 00:00

Con un suspiro de senecta señorita el ascensor plateado empieza a cerrarse cuando el hombre de las camelias franquea la puerta del hall, ante lo cual se precipita con el brazo derecho estirado y el índice apuntando como estoque al botón del ascensor que aún está a tres metros de distancia, pero al culminar la primera larga zancada el taco de su zapato izquierdo resbala en el radiante piso de mármol y, soltando un vituperio que se quedará inconcluso, empieza a caer hacia atrás en forma progresivamente aparatosa, más que nada porque intenta recuperar el equilibrio, propósito adicionalmente complicado ya que su mano izquierda está ocupada con el bouquet, razón por la cual con un brusco gesto de torero que lanza hacia lo alto su montera se deshace de las siete camelias rojas, las mismas que se esparcen casi jubilosas en el aséptico cielo del hall, seguidas con una lentitud de paracaídas por su envoltura de celofán, y ahora sí las dos manos quedan libres para descender y asentarse en el piso a fin de amortiguar el impacto, pero el hombre no quiere caerse por nada del mundo y por eso sus respectivos brazos se transforman en hélices, al igual que sus piernas como lo evidencia un confuso pedaleo de clown en monocicleta, aunque con la desesperación más propia de un cuerpo ojivendado cayendo por un despeñadero, incluso su boca logra una mueca que compromete y tuerce mandíbula inferior y cuello, evidencia de su desmedido esfuerzo por evitar un accidente además de insoslayable ordinario que culminaría con un nimio dolor de las asentaderas, pero el hombre persiste en su contienda, lamentablemente con gestos que no le permiten contrabalancear su cuerpo y más bien van alterando la sincronización motriz requerida ante un resbalón, volviendo con ello más estrepitosa y larga la caída, pues tanto es así que las manos desorientadas y aturdidas ya no asumen su importante rol de llegar con las palmas abiertas al suelo una fracción de segundo antes que ninguna otra parte del cuerpo, ni tampoco las piernas se arquean lo suficiente como para permitir que las nalgas pródigas en carne y músculos aterricen en sincronía con las manos, única manera de que el torso y la cabeza resulten exentos de la delicada responsabilidad de caer primeros, pero más bien ocurre algo inusitado porque mientras los pies persisten en pedalear se podría decir que las manos empiezan a perder la cabeza, en especial la mano derecha que de súbito interrumpe su funcionamiento de aspa y ahora intenta arbitraria y estúpidamente asir las flores que, después de haber llegado casi hasta el techo, se precipitan juntándose en el aire como si se repitiera la escena al revés y aunque parezca increíble, puesto que la inminencia del impacto va en aumento, logra atrapar una de las camelias, desde luego no por el tallo ni con la delicadeza que estas tradicionalmente se merecen, sino más bien empuñando sus pétalos con desesperación como al cabo de una cuerda que pudiera salvarle, y es entonces cuando el hombre acepta lo inevitable, según lo evidencia el hecho de que las manos por fin intentan asumir su rol de pioneras en la llegada al piso, pero ya las cosas se han dispuesto en otro orden como lo muestra el hecho de que las cuatro extremidades aterrizan muchísimo más tarde que ninguna otra parte del cuerpo, es decir cuando ya no se las requiere para nada, de tal manera que el impacto tiene una desarmonía burda, más propia de un arrumado monigote que de un tipo elegantemente vestido y perfumado, víctima de un paso en falso y cuya cabeza, parte humana habitualmente más protegida, resulta la primera en llegar al mármol brillante y con tal fuerza que se escucha el sonido seco de un coco reventado, después de lo cual el hall adquiere la silenciosa quietud de un camposanto en el que el solo signo de vida es la lucecita roja del ascensor que continúa parpadeando para nadie, mientras los dedos del hombre con una lentitud propia de un sueño estrujan los pétalos, al mismo tiempo que las otras seis rojas camelias en un homenaje póstumo con seguridad el más rápido en la historia de las ofrendas florales, aterrizan sobre el rostro y el pecho unos segundos antes de que bajo la cabeza aparezca una espesa mancha de sangre.

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