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El Telégrafo
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Travesuras del nictálope

Travesuras del nictálope
23 de diciembre de 2013 - 00:00

Cuando apenas empezaba a leer El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, una dulcísima voz anunció por los parlantes que en diez minutos se cerraba la biblioteca, por lo tanto se rogaba a sus usuarios entregar obras y documentos y registrar préstamos, gracias por la atención. Don Fernando Pessoa, susurrante y carrasposo, me dijo algo inentendible pero comprendí el gesto de su mano derecha, así es que le obedecí. Me escabullí detrás de una estantería de libros enormes y empolvados y allí, encuclillado como una momia nazqueña, me quedé sin respirar hasta que se apagaron las luces y cerraron la infinitud de puertas y portones. De súbito, un silencio sobrecogedor se apropió de la descomunal biblioteca que entraba en reposo por un largo feriado. Entonces sí desentumí el cuerpo, me puse de pie y respiré a gusto, antes de echarme a caminar encendiendo luces a mi paso, vislumbrando ese dédalo de niveles y naves, como un rey solitario por un palacio recién conquistado. Después, apoltronándome en un mullido sillón de cuero, volví a la palabra de Alberto Caeiro. Claro que ya no lo leí solamente con la vista o a susurros como lo permite el sagrado silencio de una biblioteca, sino en voz alta, con entonación y aspaviento propio de la commedia dell’arte (“Creo en el mundo como en una margarita,/ Porque lo veo. Pero no pienso en él/ Porque pensar es no comprender.../ El mundo no se hizo para pensarnos en él/ (Pensar es estar enfermo de los ojos)/ sino para mirarlo y estar de acuerdo...”). Con el mismo élany el mismo propósito declamatorio, busqué las obras completas de Walt Whitman y caminando con estilo de rapsoda en carnaval, me puse ronco a fuerza de recitar Hojas de hierba. (“Quédate conmigo este día y esta noche y poseerás el origen de todos los poemas./Creo en ti alma mía, el otro que soy no debe humillarse ante ti/ ni tú debes humillarte ante el otro./ Retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu garganta...”).

Horas más tarde, exhausto de la experiencia y enfermo de emoción, cerré todas las obras y las enterré en sus nichos respectivos. Tendí mi abrigo en el piso y me quedé dormido. Poco antes del amanecer, me despertó un traqueteo extraño, como el pedaleo de una bicicleta diminuta.Agotado del trance declamatorio me senté ante una larga mesa llena de poemarios listos a ser clasificados, aunque no abrí ninguno. Más bien, domeñado por lo monolítico del silencio y la quietud, me puse a divagar sobre la acertada y contundente analogía entre biblioteca y cementerio, estanterías y nichos, libros y tumbas. A menos que irrumpa aquel dios presumido del lector. Solo él era capaz de pulverizar esta analogía con el simple acto de la lectura. La lectura, el único acto mágico que resucita con sus delirios y nuestros sueños a los maestros de la literatura. Pensé que algo de ello, aunque de manera insondable, era el pasatiempo de don Jorge Luis Borges cuando permanecía noches enteras en la Biblioteca Nacional de Argentina. En aquellas noches, mientras la lluvia azotaba los techos y las cúpulas, y la ciudad era un rumor casi subterráneo, él abría volúmenes y con tal gesto devolvía la vida no solo a las palabras sino a los maestros. Ese era su arcano, amparado por las tinieblas que amparaban también al monje ciego de la novela de Humberto Eco. Borges no leía, abría los libros al tacto –como el shaman palpa el doliente cuerpo– y de ellos emanaban en voces de trueno o en murmullos íntimos los textos prodigiosos de la literatura universal. Probablemente, en ese ámbito de biblioteca nocturna, Borges tuvo la visión del laberinto. La infinitud y la espantosa multiplicación de los espejos. Y también allí debe haber sentido el hedor nítido del tigre resollando entre las estanterías con su caminar de felpa.

Inducido por el ejemplo de Borges, me puse de pie y fui abriendo las obras maestras y, con ello, liberando de la uniformadora muerte a sus autores inmortales. Al instante, la Sacrosanta Biblioteca de Filología de la Universidad de Salamanca se volvió una gran feria de maestros de todos los siglos. Se paseaban, parlamentaban a gritos, a carcajadas, hablaban solos, cada cual en su lengua oriunda de Babel, o erraban por los cuatro niveles de la inmensa biblioteca, reordenando la memoria, buscando a los años o los siglos el sentido de la vida, o, como anacoretas eternos, husmeando curiosos las puertas, el resplandor del tiempo presente.

Horas más tarde, exhausto de la experiencia y enfermo de emoción, cerré todas las obras y las enterré en sus nichos respectivos. Tendí mi abrigo en el piso y me quedé dormido. Poco antes del amanecer, me despertó un traqueteo extraño, como el pedaleo de una bicicleta diminuta. Me puse de pie y me encaminé por medio del laberinto de anaqueles rumbo al punto donde se originaba aquel ruido. Al fondo de la vasta sala y junto a un portón encadenado en donde se leía “libros desechables”, aparecía una máquina de coser que vomitaba un inmenso abrigo negro. Quien cosía con ahínco de ciclista en competencia era mi madre. Mi pobre madre que solía decirme: terminarás loco a causa de los libros.

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