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El Telégrafo
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Películas, helado y kleenex

Películas, helado y kleenex
10 de febrero de 2014 - 00:00

Ella

Hay días en que abro los ojos y me digo: “Sandra, eres una chica”. Y me siento como tal. Me aburren las conversaciones terriblemente intelectuales de los amigos, no ando muy pendiente de la política en esos momentos, revisar la pila de libros que descansa sobre mi velador me resulta agotador. Tengo ganas, sí, de ver una película, una muy light, una peli para chicas, de preferencia acompañada de una tarrina de helado o un cartucho extra grande de wantán frito.

Me siento chica, a veces, y veo películas para chicas, a veces.

¿Qué son? ¿De dónde vienen?

Ojo, no hay que confundir pelis para chicas con las llamadas “películas de chicas”, esos filmes sobre pugnas adolescentes entre populares y losers en típicos colegios gringos; esas pelis no merecen mayor atención, prefiero una clase de álgebra antes que verlas. Las películas para chicas, para nenas, mujeres, son otra cosa, apuntan a un público femenino, obvio, pero de más de 15 años. A una treintona como yo le sienta de maravilla en un fin de semana olvidarse un rato de la realidad de una mujer treintona en el siglo XXI: hay posibilidad de un cuento de hadas contemporáneo, de una historia de amor moderna. De trama sencilla, las películas para chicas constan de un hombre, una mujer, un romance, un final feliz, o uno muy triste, muy muy triste, de los que sacan todas las lágrimas guardadas por hacerme la dura. A mí Casablanca me hizo llorar (ay, cierto que ahí había nazis también), Rick debió retener a Ilsa entre sus brazos, y no lo hizo, ¡no lo hizo! Pero siempre tendrán París…

Resulta pues que un día cualquiera, haciendo zapping, encuentras en la televisión una película que no es precisamente una joya cinematográfica, pero la ves, por aburrimiento, inercia, y terminas llorando porque el protagonista muere, quizá algo parecido al suspiro que sueltan los lectores de Cumbres borrascosas cuando intuyen que Heathcliff se ha reunido al fin con Catherine; o a la lágrima de impotencia cuando Armando Duval llega muy tarde para ver morir a Marguerite Gautier. Romanticismo puro y duro, aunque a veces de mal gusto, lo admito, es el que ronda estas películas para chicas que por una vez al mes (sin ser puntillosos con los períodos, ojo, que no tiene que ver con eso) a una le da por ver. Y claro, tengo mis favoritas, las que vuelven a la pantalla, veo el final una y otra vez, me provocan un lagrimeo infiel a mis convicciones de mujer moderna.

He visto en más de una ocasión Notting Hill (1999), el final, sobre todo, dada la maravillosa cortina musical de Elvis Costello interpretando ‘She’, la absurda expresión de felicidad de Julia Roberts y Hugh Grant, el paroxismo de las cámaras, la pareja, al fin, rebosante de paz en medio de un parque. Lindo, y una termina cantando (mal) la misma canción que el gran Costello (suspiro).

Otra de mis favoritas, aunque algunos, incluso las chicas más rosas, me tildarán de excesivamente cursi. Dulce noviembre (2001) no es sino un cuento de hadas moderno donde una chiflada benefactora, de metro setenta y nueve (nunca puedo olvidar la altura de Charlize Theron), se ocupa de devolverle el sentido de la vida a un trabajólico Keanu Reeves. Se enamoran, por supuesto, pero la enfermedad de ella no les permite estar juntos. Se separan, ¡se separan!, cuando noviembre llega a su fin, y él se queda, a ciegas, a tientas, esperando que ella regrese (el sonido de los papeles contra la nariz es notorio en este punto de la historia).

¿Es necesario el lloriqueo para disfrutar de estas pelis? Por supuesto, debe haber emoción, frustración, el acto convulso de meterse la cuchara de helado en la boca de puro gusto o desamor. O de pena. Como cuando una ve Diario de una pasión (2004) y se da cuenta de que el amor entre los personajes supera incluso a la memoria y al olvido. Si ella olvida a su Noah, pues hay lágrimas, de seguro, de pena; si ella recuerda a su Noah, hay lágrimas de emoción. Por supuesto, hay vítores y lágrimas (vaya a saber de qué) cuando Ryan Gosling se saca la camisa.

Y ya que estamos en esto del estímulo al lacrimal, habría que nombrar aquella peli para chicas que me ha hecho llorar un día entero, en compañía de mi santa abuela. A lágrima viva, ella y yo seguíamos Mensaje en una botella (1999), hasta que por fin llega el golpe de gracia, una última carta, un último monólogo en mitad de un triste mar… Y Kevin Costner en su punto exacto, al dente, diría alguien por ahí.

No es coincidencia que las últimas 2 películas que he mencionado estén basadas en novelas de Nicholas Sparks, escritor de este tipo de ficciones y también autor de Dear John, adaptada al cine en 2010, una historia que podría calificarse dentro de las pelis para chicas, aunque esta no me gustó, lo digo sinceramente, ninguna ficción con un soldado gringo podría gustarme de algún modo romántico. Aunque Channing Tatum, protagonista del filme, podría (¡me gusta!) gustarme en otro contexto (suspiro), sobre todo en Votos de amor (2008), otra peli para chicas, aunque basada en una historia real: una pareja se enfrenta a la amnesia de uno de sus miembros, así que les toca a ambos reencontrarse en los mismos sitios para recuperar, quizá, lo que tuvieron alguna vez (suspiro, lágrima solitaria).

Hay algo cierto en toda esta cuestión de las películas románticas, hay que admitirlo, y es que sus protagonistas han de ser guapos. Sí, frivolidad, como quieran llamarla, superficialidad, sí, pero la historia de amor llega más cuando los personajes son bien parecidos, a menos que seas el protagonista de Nuestra Señora de París en versión Disney. Claro, una llora el doble si los agraciados personajes mueren o se separan, pero también habría que mencionar a las películas románticas que no terminan mal, sino horrendamente bien, un final feliz a la medida de toda ilusión y sabor de helado.

Esas películas de final feliz suelen denominarse ‘comedias románticas’ o solamente románticas, y sí, la mayoría es tan boba que dan ganas de devolver todo el arsenal de snacks que una compra para la película del fin de semana, pero resulta que algunas, aparte de la comedia, sí proponen algo mejor. Un paseo por las nubes (1995), calificada más como ‘drama romántico’, no termina mal, nadie muere, todo es precioso y maravilloso, aunque en realidad el fuerte de la película sea su fotografía, solamente; y Keanu Reeves, claro, protagonista también de la ya mencionada Dulce noviembre y de otra obra romántica, La casa del lago (2006). Esta últimamente, aunque no lo crean, da para un debate posterior sobre la linealidad del tiempo (una se defiende del romanticismo, después de todo, con un poco de física, algo que no nos avergüence mucho).

Una cosa más habría que agregar a esta condición de ‘chica’ que ve películas para chicas los fines de semana: las veo sola, completamente a solas, bueno, con el perro, porque a alguien hay que abrazar. Y es que no hago comitiva de chicas para ver ‘nuestras pelis’, a veces admito a mi madre en la habitación, pero jamás a un hombre, no: misántropa al extremo. Un hombre te mira de reojo y te pregunta, entre inocente y jocoso: “¿Estás llorando?”. ¡No hay derecho a que se burlen de mis sentimientos!, digo, y me encierro, entre vergonzante y triunfante, con mis chocolates y mis películas.

Y hasta aquí llego, oigo pasos fuertes, un hombre se ha colado en la casa, hay que cambiar de canal, ser razonable y decente una vez más.

 

***

Él

Uno entra y mira el cuadro: el galán discutiendo bajo la lluvia con la hermosa coprotagonista en primer plano (lugar más común no puede existir, sin embargo, efectivo hasta el infinito). El cuadro sigue: un perro sobre la cama a manera de peluche, pero perro de carne y hueso en definitiva. Helado, sin duda, el infaltable helado para el ritual; snacks a discreción y mucho kleenex, ¡que no falte el kleenex! Y por supuesto la dama sentada frente al monitor como sumergida bajo el agua, flotando en alguna distancia o dimensión que no es la misma que la que uno ve, sin embargo a medio metro de distancia de todo, en la misma habitación.

En mi caso, sería improbable que dijera que no me gusta el cuadro, pues personalmente lo encuentro divertido y desde el fondo de mí algo me dice: goza, goza niño travieso, viendo cómo sufre de a gratis la dama que mira esas soap operas de hora y media hechas a la medida del llanto y la ilusión prepago. Uno podría ensayar una expresión de “y esto, ¿me toca ver a mí?”, y antes de contestarse uno mismo pensando en voz alta, lo que se hace es echarse al lado del perro, entre la dama y el helado, y dedicarle una ojeada al drama hollywoodense que en el fondo da para criticar y disfrutar, viendo los errores lógicos y la malaleche que tienen algunos personajes.

Como dijera alguna vez una adolescente que conocí: mientras ella veía el programa Combate -y no reparaba en mandar lengua viperina contra los concursantes- alguien le preguntó por qué no cambiaba de canal si tanto le disgustaban, a lo que ella contestó con una voz ronca, impostura de pequeña pero dulce bruja: “Déjame, disfruto odiándoles”.

No quiero decir con esto que las películas denominadas para chicas sean algo que no merezca la pena ver ni comentar, ni mucho menos escribo esto para desacreditar su efecto aletargante y muchas veces necesario, esa mezcla meliflua entre lágrimas saladas a voluntad y crema de helado. Más bien digo lo contrario, este tipo de cine tiene lo suyo, pues las he visto, sin chistar pero sin dejar pasar la posibilidad del bullying (palabra tan de moda, en mi tiempo se decía hueveo severo, simple y llanamente) a través de la pantalla cuando se descubren los errores de lógica o de móviles de los personajes, que, se debe decir, no son planos ni aburridos. Si  hay que dar méritoa algo de este estilo de cinematografía es el de crear personajes que logran maravillosamente una empatía inmediata con los espectadores, esa es su misión, dejarse querer así no quieran. Sin embargo, es un cine que se deja ver como una lectura liviana, algo hecho a propósito para el entretenimiento sentimental de las y los espectadores, pues no solo de punk vive el hombre.

He visto las películas antes citadas, todas y cada una de ellas: Notting Hill, Dulce noviembre, Diario de una pasión, Mensaje en una botella, Un paseo por las nubes, La casa del lago (que se caga, disculpen la expresión, en la paradoja del abuelo, problema de lógica expuesto por la física teórica) y yo también aumentaría a esta lista de progesterona -is-in-the-air a las pelis, Titanic y Armaggedon, máquinas de hacer llorar a moco y baba, sino acuérdense los que han tenido la experiencia de salir de una sala de cine con su chica -o prospecto- y dar un vistazo alrededor, ¡Magdalenas everywhere! Maquillajes y rímel corridos, abrazos de los galanes en el acto de “protección y consolación” y obviamente, la sempiterna presencia del kleenexen las narices de las damas, para el caso.

Ver estas películas no tiene por qué acarrear un católico y patriarcal cargo de consciencia para los súper machos latinos que pululan en sus bólidos viriles por las avenidas de esta ciudad más bien bisensual. Además, de paso se pueden aprovechar las golosinas (y si quieren también el kleenex), pues un hombre siempre estará dispuesto a embutirse más comida de la necesaria, es un instinto básico que no lo queremos, ni necesariamente lo tenemos que controlar. Así que si para ver las películas antes citadas uno termina repleto de helado, papas fritas, doritos, chocolate, gaseosas y demás, pues bienvenidas sean las pelis para chicas; no me desagradan en lo absoluto, no encuentro ninguna traba en verlas acurrucado en la cama con la dama, el helado y el perro. Puedo decir sin rodeos que me gusta verlas sin prejuicios, sin valoraciones absurdas de género masculino… Conozco muchos amigos a quienes por contarles que he visto esas obras cinematográficas mínimo se me quedarían viendo raro, si es que no me quitasen el saludo y me bulearantoda una noche de cervezas mientras puedan. En definitiva, es un placer que ellos se pierden, por vivir aún en el imaginario del país de los roles impuestos, de los varones y las mujercitas (como algunos de ellos dijeran) pues por más amigos que sean, todos tenemos, y me incluyo, un bagaje colonial que nos vuelve contra nosotros mismos y nos hace parte del patriarcado, lo bueno es, que por suerte, algunos nos damos la libertad de caer en cuenta a tiempo y zafarnos de tales ideas anticuadas y retrógradas. La vida se disfruta más cuando compartes tu mundo con los otros mundos, y viceversa, de ahí que el disfrute de ese lado femenino no me cause ningún conflicto, y sobre todo, es que luego de ver las películas en mención, uno pueda iniciar un diálogo sobre cualquier tema con la dama coespectadora, y disfrutar del buen humor y la buena conversación: porque me da soberanamente igual si alguien defiende acérrimamente su género, la verdad, a mí me interesan las buenas personas, sean del género que quieran ser. Un ser humano no está ligado a repetir los roles impuestos, de ahí que el acto de compartir ese tiempo de películas, en este caso, es lo que hace que sea un tiempo aún más valioso. Siempre uno aprende más de lo que esperaba, y esa es la verdadera enseñanza.

Sin embargo, no puedo dejar de nombrar también -y por respeto y consecuencia al orangután que todos los hombres llevamos dentro- a esas películas que formaron parte de nuestra niñez y que nos alcanzaron en algunos casos hasta la pubertad, me refiero a las clásicas de Van Damme: Cyborg (Oh, postapocalipsis), Doble impacto, León peleador sin ley. O Schwarzenegger, con Comando, Terminator (Oh, Terminator, influencia de toda una generación, sobre todo la segunda parte… I’ll be back). Y también están Silvester Stallone, con el resentido de Rambo y el inconfundible Rocky Balboa -que se saca la cresta con Drago y acaban la Guerra Fría- (mire usted un ejemplo de universo paralelo, ya que hablábamos de física teórica). O el no menos rompe huesos sin piedad Steven Seagal, con su personaje máster en ninjitsu, Nico. O los más antiguos pero no por eso menos duros Chuck Norris, Charles Bronson y Bruce Lee, que sin duda nos dejaron alguna enseñanza o influencia, fuera de las zamarreadas en los parques o con los hermanos jugando en casa; en todo hay un aprendizaje en esta vida, pues ‘todo vale’, como decía el joven Feyerabend en Contra el método. Helado y puñetazos, los 2 por igual. Como el yin y el yang, aunque con algo de artes marciales, que no quedaría nada mal.        

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