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El Telégrafo
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Mikocina I

Mikocina I
20 de enero de 2014 - 00:00

En este espacio, como en una casa, voy a ir colocando los muebles, los implementos, los utensillos, es decir todo lo que pertenece a la casa de la novela y que está desperdigado en otros espacios, como si hubiese empezado al revés. Es decir, adquiriendo el mobiliario antes que la casa. Por eso, todo está arrumado en casas ajenas, en bodegas prestadas, en fosas, en cualquier andarivel.

 

II

Novela. No-vela. Nobella. No, bella. No se trata de corregir la realidad sino de revivirla sin guardarle mucho respeto. Reinventarla con amor, con saña, con alevosía, con todas las ganas de rasgar la úvula, la fóvea, lo glande, lo meato, con todas las ínfulas de  folleo y moreteo. Dolor Gozo Dolor. No se trata de oirkejidos kejoden. Gemidos de abuela perdida en otra lengua en pos de su añorado lobo. Una novella es una mujer enorme llena de locos devolviéndole el sentido de la vida. Un trío de fantasmas entrando y saliendo del caldero, a gatas, a brincos, a cuchillazos. Uno de ellos el memorioso y mitómano cuentero manejando marionetas empezando por Migo. Migo, a su vez, con un buen manojo de lodo y mercurio, insuflando existencia al memorioso mentiroso y convirtiéndolo en errabundo, en apátrida obligado a recorrer las opulentas miserias del mundo.

Por algo será. Por algo será que a la pobre en casi todo le fue mal, muy mal. Por algo debe haber sido. Mírenla cómo camina por medio del bulevar en tacones aguja y con las manos de cera (estoy hablando de la Vida, por sí acaso, que no se la konfunda kon la Muerte, por sí acaso). Mírenla con sus piernas excesivas tratando de imitar el dengue de la Katitamoss. El vuelo delta de la Damatapada. El destello de la espada de Anakin precipitándose hacia el Lado Oscuro de la Fuerza. Para reírse. Para hundirse en la negrura, de la pura risa. Quién podría decir que hubo noches y cimas en donde bailó flamenco en un pie. Persisto en referirme a la Vidavivida, no a la Damatemida. Mírenla a los ojos, que eran amandas verduzcas, ahora convertidas en almejas tenebrosas, desesperadas, al parecer capaces de cualquier infamia o por lo menos de clavarse en su propio pecho el aguijón. 

Mejor me kallo. Mejor bebo un par de sorbos de vino negro. Mejor me enkorvo y eskribo. Es viernes nocturno y con un viento que los jardines parecen sembrados de cuchillos.

 

III

Lo importante es el apego a los hechos, de allí el orden no interesa o más bien dicho interesa el desorden. Aunque tampoco eso interesa. Lo que interesa, por ejemplo, es que el hermano Efrén era bueno, dadivoso y le encantaba que se aprendiera a tocar el acordeón. Te daba galletas y manzanas para suavizarte y después te colocaba el acordeón. Un acordeón enorme como una ventana, que te llegaba a las rodillas y pesaba como un baúl lleno de juguetes de piedra. Claro que el hermano Efrén te ayudaba a colocártelo, a desplegarlo, a cerrarlo. Las manos le hervían cuando las colocaba encima de tus manos y conducía tus dedos sobre botones y teclas. Pero bueno, creo que de ello todavía no se trata o al menos así lo siento. Que la infancia venga y se expanda y devaste y se vaya así como vino, ciega, concisa, terrible como un animal espantado, pero en su momento. Ahora estoy en Berlín y me siento casi a gusto, casi al otro lado del muro que ya no existe pero que me divide en dos y a veces en más. He pasado una media hora oyendo y viendo a un hombre que en la entrada del metro leía con voz cautivadora una novela. El público no lo miraba y prefería oírlo con la mirada perdida en el vacío o clavada sin tensión en el suelo. Pero todos estaban cautivados por la lectura, por el texto. Yo, que no entiendo el alemán estuve cautivado por la voz y por el ritmo, y por el milagro de que en plena calle alguien lea en voz alta una novela y la gente se acerque y se aglomere, atraída, fascinada por las palabras flotando vivas en el aire. Había otra razón que me tenía clavado entre el público: una maravilosa mujer de cera que sollozaba mirando al neblinoso cielo. Todo eso ocurría a cinco metros de donde antes estuvo el mítico muro del que aún quedan vestigios como mal cosidas cicatrices. Desde allí apareció sigiloso un gigantesco turco con barba de Alí-babá y un foulard para resistir el viento del Sahara. Con pasos gigantescos, precisos y lentos, como si estuviera midiendo el suelo se encaminó hacia su objetivo. La gente estaba de espaldas a él, salvo yo, que fui atrapado por su mirada de loco. Intenté ver aquello que tenía en la mano, pero desde donde yo me encontraba me resultó imposible. Llegó hasta el enjambre de oyentes, se abrió paso y entonces desenfundó la cámara para acribillar de fotos no al hombre que leía la novela sino a la mujer sollozante y bella. Totalmente bella.

 

IV

¿Qué te parece“Diario amatorio de un pirata con ojo de palo y pata de cristal y en la muñeca un reloj de pared”? Título con pata de palo, me dice Berebé, fumando en posición de loto y desnuda dentro de mi camisa. Desde la calle sube el rumor de una marcha fúnebre tocada en organillo. Un título tiene que ser algo natural y no, entre comillas puesto, sino que debe brotar, solo, como un fenómeno natural. Algo que se lo sienta como si hubiese estado allí, esperando al texto. O, por último, debe ser un adorno en el frontispicio de la obra pero que no intente…. El resto ya no le escuché porque me escabullí al baño, abrí la ducha y me puse a cantar flamenco a todo pulmón. Al volver al dormitorio empapado y enhiesto, besándola en la nuca dije a Berebé : entonces, se titula “Berebé”.

 

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