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Marie Lourties: ‘Algo eterno me parece un horror’

Marie Lourties: ‘Algo eterno  me parece un horror’
20 de enero de 2014 - 00:00

La actriz, directora, dramaturga y ensayista Marie Lourties nació en Landas, un pueblito al sur de Francia, la zona menos desarrollada del país. Pronto, su vida dio un cambio brusco: cuando sus padres se separaron, acabó viviendo con su madre en París.

Al comienzo, su vida nueva fue complicada; por su acento sureño marcado, no conseguía comunicarse bien con la gente. Una pesadilla para una adolescente. Puede ser que por esa condición de extraña, cuya identidad estaba contrapuesta a la realidad, encontró el teatro. Al tener que adaptar su personalidad a condiciones nuevas, desde tan temprana edad, intuitivamente supo que actuaba. “Al final la vida te lleva”, dice Marie.

Para superar el choque cultural que supuso su llegada a la gran ciudad, buscó gente en su misma situación. Entonces, descubrió que con los inmigrantes era más fácil comunicarse y conoció a la diáspora española, muy numerosa en aquel entonces por los estragos de la Guerra Civil de 1936. De ahí pasó a los círculos latinoamericanos, aprendió a hablar español con fluidez y pronto se vio en un cruce de caminos: “Un buen día me dije: esto se tiene que acabar, o me quedo aquí y vivo en francés y se acabó, o me voy a América. Y me fui.”

En su primer viaje de un año, de México a Bolivia, pasó por Quito y se enamoró de los Andes, ese mundo tan inimaginable para los europeos. Convencida, volvió a París para liquidar sus asuntos y se despidió. Tras varios periplos se encontró sin un centavo y, por casualidad, le ofrecieron un papel en una obra que se estrenaría en el Teatro Prometeo, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Era su primer trabajo en español; una oportunidad que no podía dejar pasar. Aceptó y se fue quedando poco a poco, hasta que hizo de Quito su hogar.

Luego de un breve paso por Escocia, Marie ha traído al Estudio de Actores de Quito su versión ultramoderna del clásico español La Celestina, de Fernando de Rojas. En las próximas semanas presentará Ida Ida Ida, un montaje hecho por ella inspirado en un texto de Gertrude Stein.

 

¿Qué le aporta el teatro a su vida?

(Risas) No sé qué decir, yo ya he estado en esto toda la vida. Ahora mismo estoy muy contenta porque empiezo el año en el que más me gusta estar: encima de un escenario. Yo a veces pienso que todo el mundo debería hacer teatro, solamente para darse cuenta de cómo se fabrican las cosas, para que no sean tan crédulos. Es una experiencia muy bonita, más que bonita, muy formadora, porque te enseña que todas esas cosas que pensamos que son tan naturales, que son nuestra identidad profunda, inamovible e intocable, en realidad se construyen. Se aprenden.

Si uno aprende a hablar de una cierta manera, a moverse de una cierta forma, para expresar tales o cuales cosas, se da cuenta que eso se hace, y como tal, se puede deshacer. El teatro te permite un espacio de juego -en francés se dice jugar, no actuar ni trabajar- contigo mismo y con los demás, que te da libertad y capacidad. Te da poder, y no en el sentido de ‘aargh’ (tener poder), sino de poder para hacer más cosas contigo mismo.

 

Entonces, ¿nuestra identidad es siempre una relación con la realidad y, por lo tanto, siempre está formación?

Sí, todo el tiempo, y es una pena que no nos demos cuenta. Es interesante, porque en nuestra cultura, la cultura europea, de bases platónicas y cristianas, hay una dicotomía constante entre lo auténtico y lo falso, lo natural y lo artificial. Creo que es un planteamiento muy poco interesante. Lo natural no existe y lo artificial tampoco. Cuando alguien dice, ‘ah, eso es puro teatro’ lo hace de forma peyorativa. Y es una pena, porque todo es puro teatro, y a la vez todo es de verdad.

Me gusta el teatro porque es un espacio de libertad fundamental en mi vida, que me ayuda a moverme en diferentes situaciones. Es como aprender un idioma. Por ejemplo, esa idea de un solo idioma, una sola nación, un territorio, una identidad ¡qué tontería! El poliglotismo es una maravilla, a mí me encantó aprender un segundo idioma, y si tuviera tiempo y energía para aprender un tercero, cuarto o quinto, estaría encantada. Porque aprender un idioma no es solo eso, sino es darse cuenta de que hay maneras de expresarse que cambian, que son diferentes. Te voy a contar una cosa que me gustó muchísimo de cuando estuve en Japón. Los japoneses no se tocan cuando se saludan, solo hacen una venia con un sinfín de matices. Entonces yo preguntaba cómo se decía ‘hola’ y ‘adiós’, pero nunca nadie me contestaba. Poco a poco entendí que no hay una sola forma de decirlo: si te diriges a una persona mayor, alguien más joven, un pariente o un amigo, el saludo cambia en el matiz de la venia y la inflexión de la voz. Cuando ya me iba, la gente me decía cosas que no entendía y yo solo hacía la venia, no podía hacer mucho más, y, de pronto, me abrazaron. Entonces me dije: qué bonita esta capacidad de entrar en el sistema significativo del otro, por el deseo de comunicarse con él, y no mantenerse en tu propio esquema diciendo ‘esta es mi cultura y eso no lo hago’.

 

¿Cree que el teatro puede mostrar a la gente sobre esta ilusión tan formada de su identidad, que puede acercarte al otro?

Sí. Además, es una experiencia que vale la pena sentir, la de aprender a jugar contigo mismo. Aprendí que los sentimientos más profundos y auténticos los puedo reactivar cuando quiera. Te das cuenta de que la frontera entre mentira y verdad, auténtico e inauténtico no es tan clara, y que es más interesante aprender a jugar con ello, porque eso es la vida. Mi local en Madrid se llama C’est la vie, porque pienso que eso es la vida: un juego permanente.

 

¿Cómo es su aproximación cuando tiene que interpretar un personaje? ¿Cuál es su método de trabajo?

En realidad no trabajo personajes desde hace mucho tiempo. Trabajo textos y situaciones. El personaje es también una construcción platónico-cristiana para mí: no existen personajes, la gente es múltiple y así somos. Los arquetipos no me interesan. En cambio el texto sí me interesa mucho, su materialidad textual.

Por ejemplo, el primer monólogo de mi vida lo hice aquí (haciendo referencia al Estudio de Actores) y era un texto de un escritor dominicano que se llamaba El último instante, y es casi lo contrario de lo que estoy haciendo con La Celestina. Su materialidad como texto era, para mí, un poco pobre, y la estructura dramática también era bastante convencional: a pesar de ser un monólogo tenía la típica estructura de conflicto y desenlace. A esa obra la trabajé a “contra texto”, porque empecé a sacarle todo lo que podía para abrirlo, para darle aire. Con La Celestina es a la inversa, porque el texto mismo es así, no tengo que ir en su contra, me apoyo a tutti plein en el texto mismo. No invento nada, está todo ahí.

 

¿Cómo fue pasar de un texto con muchas voces y muchos personajes a uno totalmente dominado por esa figura central de Celestina?

Primero, yo hice esta obra entera con una compañera mía, una joven actriz de 32 años. Hicimos toda la obra, 10 horas de espectáculo en 5 módulos de 2 horas. Yo siempre era Celestina y ella siempre Melibea, y el resto nos los repartíamos según tocaba. Fue toda una experiencia que ya te puedes imaginar.

Al final resultó que mi amiga tuvo un problema de salud y tuvo que dejar el montaje. Y de un día otro un amigo me dijo: ‘Pero María, ¿por qué no intentas retomar el trabajo incorporando la pérdida?’. Entonces, ya que estaba sola, me centré en Celestina. Fue una experiencia riquísima.

Como te decía, la estructura dramática siempre está construida en torno a un conflicto que hay que resolver y, de alguna manera, exige una transformación del otro a través de la acción. Todo está escrito y construido en torno a una trascendencia, que te pone una cierta autopista que tienes que seguir. Cuando esto desaparece, y te encuentras sola, y no hay nada que ganar ni que perder, todo se abre y es la libertad completa. Todas las posibilidades del texto pueden aflorar, porque no tienes que encauzar todo hacia una dirección, estás en la pura inmanencia. Es maravilloso.

 

En relación a esa trascendencia, el actor italiano Vittorio Gassman dijo una vez que “el teatro no se hace para cantar las cosas sino para cambiarlas”, ¿qué opina de esta idea?

Eso fue una época. Es como cuando Marx dijo que no se trataba de entender el mundo sino de transformarlo. Es un pensamiento, muy decimonónico y de primera mitad del siglo XX, Brecht y etcétera. Yo participé de todo eso, pero lo que pienso ahora es que las cosas cambian, pero no porque uno las planifique así. No hay que esperar cambiarlas. Yo espero que cuando la gente viene a ver lo que hago, como todo artista espera, algo pasa, algo se mueve. Por más mínimo que sea. Y en definitiva, la interacción entre la gente hace que las cosas se muevan. Uno mismo se mueve también. Me acuerdo que cuando era pequeña y en las clases de catequesis me hablaban de la eternidad, me entraba una angustia bárbara. Algo eterno a mí me parece un horror. Me gusta el mar porque cambia todo el tiempo. Me gusta que las cosas se transformen.

Yo no tengo un propósito claro de cambio en mi arte. Por ejemplo, tengo un amigo que cuando vio la obra me dijo: ‘No sé, María, es que no se cierra’. Y yo le dije: ‘pero no te das cuenta que no hago ningún espectáculo que se cierre, dejo las cosas abiertas’. Yo espero que sea como una chica que el otro día me dijo que la música final le dejó pensando en lo que acababa de ver. Y me sentí muy contenta, porque eso es lo que busco.

No quiero, y ya no creo, que las transformaciones se producen porque uno tiene el plan de cómo se va a transformar y mueve piezas para conseguirlo. No. Las cosas pendientes se van transformando, uno puede tener muchos planes, pero hay que mantener la apertura de que nunca va a salir exactamente como quieres.

 

En el fondo de este tema hay un debate entre arte, sociedad, moralidad... ¿dónde se sitúa?

Moralidad es una palabra que no me gusta para nada. Definitivamente no quiero que el teatro se transforme en una cátedra, sermón o panfleto. El teatro es el teatro. Es una forma de arte. Y el arte es inasible. Es muy curioso intentar determinar qué es lo que hace que un arte sea arte. Por eso, yo siempre digo: ‘No soy una profesional, soy una artista’.

Pero bueno, es un viejísimo debate, y en todo caso, es más fácil saber lo que no es. Para mí, el teatro es una experiencia, una vivencia, un momento, algo que se desarrolla en el tiempo.

Tengo una amiga que es pintora, que siempre habla de esa gente que va a ver a ‘Las Meninas’ o a ‘La Gioconda’, llegan, sacan 2 fotos y se van. Pero en ese cuadro está todo el tiempo acumulado del artista que lo hizo, y luego todo el tiempo acumulado de la gente que lo ha visto: vas y vienes constantemente y siempre ves cosas nuevas. Es curioso, porque al mismo tiempo, en el teatro hay un momento: la función, pero también la duración de cuántas veces has ido al teatro, cómo relacionas lo que has visto y cómo se acumula.

 

¿Qué tipo de teatro debería hacerse hoy en día? ¿Cómo afronta el hecho de impactar al público de una determinada manera?

Es una cosa que nunca me planteo. Solo me planteo cómo desarrollo mi historia y espero que llegue algún día a algún público. Claro que si no llega nunca a un público no existe. No sé. Hay varias cosas. Por ejemplo, en un país como Francia, donde tienes toda una historia del teatro fuerte, se siguen montando obras de Molière, Shakespeare y se hace una lectura, una relectura, una enésima relectura y, aunque creo que es importante que se haga, yo no lo quiero hacer. Me encanta, pero yo quiero hacer teatro contemporáneo. Lo cual es en sí una tontería, porque el teatro siempre es contemporáneo.

En España, por ejemplo, hay una concepción de museo del teatro: el teatro clásico se intenta montar como se supone que era el teatro clásico, aunque no se sabe con certeza cómo fue. Tal vez tiene su interés pero yo no quisiera hacerlo. Luego está el teatro que es puro entretenimiento y, por qué no. No me parece mal. Pero bien, lo que a mí me interesa es buscar cosas nuevas, hasta en la forma. Hace años que hago un one woman show, porque me gusta eso de descubrir lo que yo llamo la inmanencia, de abandonar la trascendencia, el concepto del conflicto, la resolución del conflicto.

Por ejemplo, esta mañana estaba conversando sobre una cosa que siento cada vez más: que hay un montón de conceptos y palabras que hasta los sesenta nos servían para movernos en este mundo, para entenderlo y que ahora se han caído y desvanecido en el aire: ¿qué significa ser de izquierda o de derecha, conservador o progresista o liberal?

 

Pero se siguen usando...

Sí, pero cuando alguien me habla así yo digo ¿de qué me estás hablando? ¿De qué mundo me estás hablando? Una cosa que me llama mucho la atención de La Celestina, y por eso me gusta tanto, es que es anterior a la consolidación de un lenguaje, de una representación social e histórica que se forma en el Siglo de Oro en España. En ese sentido, siempre digo que por fin se acabó la Revolución Francesa. Hay toda una estructura de pensamiento que se fue formando desde ahí y que se instaló, pero ya pasó.

Hace unos años fui a ver una serie de documentales sobre mayo del 68 en París. Cuando veía eso, la sensación que tenía era que estaba viendo una película sobre la comuna de Barcelona, o la Liberación, o el Frente Popular. Pero luego me dije: ‘No, no María, en eso estabas tú, en esas calles estabas tú’. Me pareció obsoletísimo. Y estoy muy contenta de haberlo vivido, pero no, el mundo ya no es así. Entonces, lo que he buscado, lo que me mueve es intentar contar lo que estamos viviendo ahora.

 

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