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El Telégrafo
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La música: explosiones y gemidos

La música: explosiones y gemidos
10 de febrero de 2014 - 00:00

Él

En casa suena mucha música y casi siempre yo decido sobre qué escuchar. Pero me doy cuenta rápido de eso y me controlo. Dejo de ser ese tipo de dictador con mucha facilidad, tanta que a veces creo que no soy ecuatoriano, pero bueno. Todo ha mejorado quizás porque ahora descubrí  un aparato llamado “audífono”, que hace que ella no se vuelva loca con mi manía por desentrañar la música de un solo artista por semanas, hasta que se haya agotado todo.

Es decir, escucho hasta la médula ósea toda la obra de un grupo, solista o compositor y casi que conozco de memoria todo tracklist e historia detrás de cada trabajo. Soy un melómano, un arqueólogo, un obseso, un poseído… ¿Qué se yo?

Estos días, por ejemplo, estoy escuchando todos los discos de The Who, una y otra vez. Así soy yo, en extremo caprichoso y obsesivo. “Tommy can you hear me?”.

Ella me regaló un iPod hace un año y ha sido el mejor regalo del mundo que me pudieron hacer. La música suena para mí hasta cuando me ducho. A veces, cuando me quiero dormir y no pensar, me coloco los audífonos, presiono play y escucho lo que sea. Ahora, por ejemplo, me duermo escuchando el ‘Won’t get fooled again’ que termina con Roger Daltrey gritando “Meet the new boss / same as the old boss”.

Mientras ella se relaja con lo que escucha (es capaz de entrar en un estado de paz absoluta  con ‘Memorial’, ese Everest compuesto por Michael Nyman); yo, en cambio, escudriño cada cosa que sucede en una grabación. El sonido, las notas, que si eso es un fagot o una conga. Insisto con aquello de la obsesión. Más que relajarme, la música me saca del lugar en el que me encuentro y me hace sentir que el mundo es fabuloso. Con la música no pienso.

No pensar es, paradójicamente, lo que más me sirve. La música es abrir las ventanas para que entre aire a la casa.

Ella también es melómana y de las hardcore. Yo no sé si llego a eso. Lo mío pasa por otro lado. Lo cierto es que en casa, si empieza a sonar el iTunes de su computadora, lo primero que va a salir es ‘I can’t hardly stand it’, de Charlie Feathers. Esa guitarra que parece arrancada del surf rock y que debe ser la banda sonora de los sueños más felices de David Lynch. Escucha cosas que yo no escucho y me presenta cosas que no sabía que existían.  Me hizo amar ‘All I want’, de Violent Femmes y puede poner en repeat esa canción de los Butthole Surfers que está en el soundtrack de Romeo & Juliet. Por ella prefiero ‘In the deathcar’, en voz de Goran Bregovic, por encima de lo que hizo Iggy Pop.  Al menos ya no escucha tanto Jorge Drexler, de lo contrario se me caerían las orejas.

Sí, no me gusta tanto lo que hace Drexler, ¿algún problema? Y podría poner en esa lista a Kevin Johansen y al rey de reyes: Sabina. No sé. A veces creo que el castellano no sirve para hacer letras de canciones. Pero otras veces escucho las cosas de José Alfredo Jiménez y del flaco Spinetta y la vida me sonríe con ñ.

A ella le gusta cuando toco guitarra. Eso es un alivio. Hace unos días agarré la guitarra y toqué una versión cutre de ‘The acid queen’, que está en el Tommy, de The Who. Ella dice que le gusta como canto. Sospecho que no le queda más remedio que decirlo.

En realidad, como sé de sus gustos y de sus maneras de decir las cosas, ella es un carnicero haciendo el corte perfecto cuando se pronuncia sobre algo. Me gusta que sea así. Terrible imagen la del carnicero, así que la pongo de otra manera. Digamos que es una doctora en un quirófano sin bacterias, que hace la  incisión perfecta para extirparle el apéndice a un paciente de riesgo, en menos de un minuto. Ella es una cirujana en sus opiniones.

Cuando llevo las cosas que he grabado en los ensayos de mi banda, ella es la primera en escuchar el progreso o no de las canciones. Es tan sencillo para ella desbaratarme el ánimo de rock con una frase como “Mmmm… eso no suena bien. Tú puedes hacer mejores cosas”. También es fácil para ella decirme: “Tu voz es lo mejor de esa canción” o “me encanta ese coro”.  Me eleva y me lanza al piso, y eso me ayuda a trabajar mejor. No sé, ese acto de compartir el proceso sé que me permitirá hacer un buen disco. En esas ando: hago un disco. Ella escucha, me da sus lecturas y las tomo muy en cuenta.

John Lydon también suena mucho en casa. Una y otra vez nos repite “This is not a love song / This is not a love song”, y me queda claro que no lo es. Me gusta, antes me gustaba, ahora más.  The Sonics también golpean con su ‘Psycho’; antes de que Elvis me hable de la vez que una mujer le rompió el corazón y lo dejó en el ‘Heartbreak hotel’. Nina Simone camina por acá, Ennio Morricone igual, Jarvis Cocker cuenta de cuando una chica le pidió que la llevase a hacer cosas de gente común; Connie Francis abre la boca para decir ‘Siboney’. A veces se le hace necesario presionar play para que suene la canción con la que Michael Madsen le corta la oreja a un policía en Reservoir Dogs; en otras, Pappo aparece para decirnos que desconfía de la vida.

Y si hay que bailar, pues ¡qué mejor que hacerlo con Die Artwood! ¡Escuchen Die Artwood! ¡Bailar es tenebroso!

Creo que no hemos salido a bailar en mucho tiempo, si es que nunca lo hemos hecho. Quizás sea porque preferimos escaparnos del mundo y quedarnos en casa escuchando las cosas que preferimos escuchar. Me agrada que vivamos como ascetas y que seamos felices encerrándonos, con el volumen a tope.

Ahora, si hablamos de algo que sea absoluta pasión para nosotros, no me queda más remedio que hablar de Nirvana. Entre los 2 tenemos toda la discografía oficial y los bootlegs de la banda de Kurt Cobain, libros, fotos, vídeos… etc. Podemos escuchar en todos los sabores y colores las versiones que existen de ‘Lounge Act’. Hay días en que ella abre el YouTube y empieza el show de las primeras canciones y, mientras suena ‘Paper cuts’, del disco Bleach, me cuenta la historia detrás de la letra. Yo le regalé una edición especial del Nevermind por los 20 años de la publicación y juntos nos conseguimos una camiseta con la carita feliz de la banda, en Perú.  Escuchamos, por encima de todas las cosas, los lados B de Nirvana, esas canciones que a nadie le interesan y que para nosotros representan ese momento en el que éramos adolescentes y la música era más que sonido.

Sí, es nuestra crisis de los 30 años. Estamos al tanto de eso. No nos importa.

“Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor / mañana es mejor”, cantó Spinetta. Creo que no se refería a la música, o al menos no a los gustos musicales. En todo caso, si no nos gusta lo que a todo el mundo le gusta en este momento, no es que seamos mejores que los demás. Probablemente es lo contrario y, desde luego, estamos más viejos, disfrutamos estar viejos.  No hay nada mejor que estar en casa y gritar “She keeps it pumpin’ straight to my heart”, porque podemos.

La música es como un todo que nos envuelve, nos da la vuelta y nos cruza. Hay noches en las que, si no podemos dormir, encendemos una computadora  y escuchamos lo que sea. Ella pone alguna lista en 8tracks, yo le apuesto al YouTube. Ayer escuchamos Sonic Youth y, mientras veíamos a Kim Gordon cantar ‘The Bull in the Heather’, ella me contaba que la bajista  ha sido la única persona que públicamente ha dicho que no cree que Kurt Cobain se suicidó, sino que lo mataron. Y me cuenta que la escena del crimen no fue procesada de la mejor forma, y que la Policía de Seattle lo reconoció así, entre otros datos curiosos del caso…

Y luego nos damos cuenta de que ya han pasado 20 años de eso.

Y nos sentimos viejos.

Nos reímos.

Y aplastamos play una vez más.

 

***

Ella

Mientras para mí el silencio es el principio y el fin de la música, para él lo es el ruido. O eso a lo que yo llamo ruido, pero que bajo la disección que hace su oído se convierte en un repertorio infinito de posibilidades rítmicas. Es que yo no creo música como él, yo la esnifo. Al menos esa es la única explicación que encuentro para el hecho de que él pueda encontrar estímulo creativo en una atmósfera acribillada por tanta vertiente sonora. Una telenovela venezolana desde el televisor, algún video sobre los Beatles que recién ha visto la luz en YouTube desde su computador, el disco del día desde el reproductor de música... todos son vomitados simultáneamente y su cerebro hace con esos sonidos lo mismo que su aparato digestivo con la comida: lo útil se separa del desecho y con eso se cataliza la creación de la materia prima de algo nuevo. Presencio ese proceso creativo-fisiológico todos los días, aunque últimamente con menos tormento. La convivencia hace que uno se embarre —a la fuerza o por inercia— de los hábitos del otro. Ahora él enciende el televisor solo cuando pasan las noticias y yo ya no sufro cortocircuitos de esquizofrenia cuando él mira una película a la par que toca la guitarra y canta. También ayuda que ahora él use audífonos.

Sí, él es una potente máquina procesadora de ruidos. Y yo, el ser con los canales auditivos más segregadores que conozco. Eso me ha convertido en una coleccionista. Cada canción que no recibe el pulgar hacia abajo se vuelve un himno. Una pieza de la historia de mi vida. Una especie de horrocrux. Y cada vez que la escucho experimento una explosión química específica en mi cerebro. Cada canción es una ampolla de droga que reviento según el high que requiere mi organismo, según el momento que quiero revivir. Conozco perfectamente cuál consumir en una mañana en la que no tengo ganas de levantarme (algo de Planet Funk) o  mientras me visto para salir durante una noche en la cual la asocialidad me vence (un ‘Date with the night’ de Yeah Yeah Yeahs, probablemente). Sé qué escuchar mientras edito. Por ejemplo, tengo un playlist para ese uso específico en 8tracks. Mientras sé que otros humanos no podrían trabajar con Händel clavándoles un ‘Lascia ch’io pianga’ en el tímpano o con Nyman armando un funeral macabro en sus pabellones auditivos con ‘Memorial’ —lo he probado en varias ocasiones y nadie se ha venido conmigo, al contrario, provoca flacidez creativa— o con Ennio Morricone susurrándoles ‘Il giardino delle delizie (Adonai)’, yo controlo el clima neural con esas dosis. Fluyo y me elevo por encima de los ruidos de menor jerarquía que excreta cualquier oficina u otro ambiente laboral. Y como cualquier coleccionista, lo disfruto más cuando estoy sola.

Pero no puedo evitar querer inocularle esas adicciones a él y, en momentos que saben a rito e iniciación —al menos para mí, quizás él piense “mierda, una vez más la chiflada de mi mujer va a abrir su caja de Pandora musical y atormentarme”—, las pongo para que las escuche. Ese acto solo puedo hacerlo con él. Y es porque cada canción, además de contener un pedazo de mi alma, es la llave a un capítulo de mi vida. Cada una de esas composiciones tiene el potencial de desarmarme como a reloj barato. Es que soy una cleptómana musical. Y si alguien ha sido importante en mi vida habré convertido una parte de su repertorio preferido en himno propio. En mis gustos y necesidades musicales está el códex de mi historia sentimental y emocional. ‘Té para tres’, en versión unplugged, en la que Cerati le pide prestados ciertos acordes de ‘Cementerio Club’ a Spinetta; ‘Whorehouse blues’, de Motörhead, ‘Monochrome’, de Yann Tiersen, ‘Procuro olvidarte’ (versión de Javiera y los Imposibles), ‘Yard of blond girls’ (versión de Jeff Buckley, uno de los 2 muertos a los que hubiera querido seducir), ‘Culam medavrim al shalom’, de Muki, ‘Piece of my heart’, de Janis Joplin, ‘Angel’, de Massive Attack, ‘Feeling good’, de Nina Simone... todas robadas. Y en ese sentido, él es la única persona a la que quiero mostrarle el Frankenstein que soy. Solo ante él puedo exhibir mi pasado expoliado. Quizás tenga algo que ver con el hecho de tener en común a nuestro dealer principal. Somos fieles junkies de la misma sustancia. Somos el efecto colateral del paso del dios Cobain por el mundo. Y nunca podremos tener suficiente de su toxina musical corriendo por las venas. Nunca podremos alcanzar el nirvana.

Sí, no soy lo que como, sino lo que escucho. Y esa acción, escuchar —o no hacerlo—, es quizás uno de los actos más deliberados que ejerzo a diario. Lo hago con objetivos específicos: para alegrarme, para apaciguarme, para sentir dolor, para odiar, para explotar, para volverme despiadada, para potenciar mi apetito sexual, para mandar todo a la mierda, para reconstruir o destruir.

Y las piezas de mi colección que tienen el efecto más potente, en ese sentido, no se las he robado a examantes, amistades o referentes. Yo he sido quien las ha excavado y restaurado. Serán, seguramente, los horrocruxes más puros que tengo. También son la pesadilla de mis hermanos (mi madre siempre toleró mis loop sprees; le llegó incluso a gustar Cobain y fue ella quien me regaló mi primer casete de Nirvana), pues las he reunido y he escuchado desde la adolescencia. Bañarse, lavarse los dientes, vestirse, trabajar, viajar y tirar —todas las acciones en secuencia, no solo la última— durante una semana o un mes con ‘I can’t hardly stand it’ (Charlie Feathers), con ‘Say it’ (Blue October), con ‘Orca’ (Wintersleep), con ‘Steady as she goes’ (The Racounters), con la ya mencionada ‘Memorial’, del genio brutal que es Nyman, con ‘Chic Habit’ (versión de April March), con ‘Girl, you’ll be a woman soon’ (Urge Overkill) —gracias a sus bandas sonoras, Tarantino es mi DJ de cabecera—, con ‘Smack my bitch up’ —sobreviví cientos de kilómetros en el metro de Roma gracias a ‘Prodigy’—,  y con todas y cada una de las canciones de Nirvana es algo que poca gente que conozco toleraría.

Ese es mi hábito: una canción en loop ininterrumpido hasta que limpie de mi organismo lo que tenga que limpiar, hasta que quede seca y sin brillo para luego devolverle a la estantería y dejarle tomar aliento hasta que llegue el próximo ciclo en que la vuelva a convertir en adicción, en el aditivo indispensable para lograr sobrevivir el día o simplemente evitar que le rompa la cara a alguien.

Él entiende la intensidad que la música demanda cuando uno tiene una relación seria con ella. Y cuando se trata de música, seriedad equivale a dependencia. Pero mientras él descarga esa corriente potente en toda la casa a través de sus parlantes, de su guitarra y de su voz, yo lo hago en mi organismo, por vía intrauditiva. Él es explosivo, en ese sentido. Salpica los brebajes musicales que consume y que crea por todo lugar que pasa. El mundo está marcado por la huella digital de su música. En mi caso, la implosión solo inunda mi organismo. A veces para purificarlo, a veces para intoxicarlo. Pero siempre para metabolizar el exceso de energía que no encuentra una vía de escape. Y que si no fuera por la música, se fermentaría en mi interior. Se convertiría en pus.

La convergencia musical que tenemos es un antídoto. Toda “mi” música ya no es material de combustión interna. Me he desintoxicado al abrir la válvula y dejarle hundirse —o ahogarlo, habrá que preguntárselo a él— en mis fetiches musicales. Lo veo tocar en nuestra boda ‘All I want’, de Violent Femmes, emocionarse con ‘This is not a love song’, de PIL y reconocerla cuando mira Vals con Bashir (documental espectacular y crudo y bello de Ari Folman) o postear en Twitter el enlace de YouTube de ‘I fink u freeky’, de Die Antwoord y sé que nuestra relación no es algo que dura, sino algo que es. Eso sí, jamás entenderé por qué hace tanto alboroto alrededor de los Beatles.

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