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El Telégrafo
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Girls: ‘poesía pop con hartas calorías...’

Girls: ‘poesía pop  con hartas calorías...’
30 de diciembre de 2013 - 00:00

Girls es el nombre de la serie de televisión transmitida en HBO a partir de 2012, escrita, dirigida y actuada por Lena Dunham (1986). Por medio de 4 personajes femeninos, Girls retrata con ironía a una generación. Su lenguaje audiovisual responde a una búsqueda personal e independiente en la que situaciones cotidianas son tratadas con realismo y sutileza pocas veces visto en la pantalla chica.

Hanna (Lena Dunham), adicta a la comida, quiere ser escritora; y ya que sus padres no le darán más dinero, deberá arreglárselas para sobrevivir en Nueva York. Marnie (Allison Williams), termina un noviazgo largo y aburrido e intenta vivir su independencia. Jessa, una chica inglesa de espíritu libre, llega a Nueva York a desconcertar un poco a sus amigas con sus forma de ser.  Shoshana (Sozia Mamet), prima de Jessa, veinteañera infantil y nerviosa, se enfrenta a la vida semiadulta desde su ingenuidad. Estas 4 mujeres de personalidades distintas viven en Nueva York experiencias extremas que las harán crecer.

 

UNO

¿Qué pueden decirte cuatro chicas sobre ti mismo?

Por Juan Fernando Andrade

 

¿Por qué me gusta tanto Girls?

¿De verdad me gusta tanto?

 

Sí. Me gusta. Me gusta un montón.

Más que gustarme, quizás, me habla. Me habla mucho.

Eso es lo que pasa. Girls me habla.

 

Girls me descubre, me dice cosas sobre mí mismo. Cosas con las que no estoy del todo cómodo. Cosas que, incluso, preferiría no saber. Cosas de las que no hablo con nadie o con casi nadie. Cosas que pienso pero no digo. Cosas que asumo a solas y en privado, cuando ya no sirve de mucho. Girls me dice, por ejemplo, que sin importar cuántos años tenga aún me siento un niño pequeño, gordo y tonto. No me siento indefenso, pero a ratos me siento indefendible. Tengo complejos y trabas, y algunos son muy parecidos a los que tienen los personajes de la serie. Por eso me siento unido a ellos, a ellas, como que soy parte de su conversación. 

De alguna manera, además, estoy enamorado de Lena Dunham, la creadora de la serie. Si Tina Fey es el símbolo sexual de los nerds, Lena Dunham es el símbolo sexual de los gorditos, de todos los que no estamos cómodos con nuestro cuerpo. El amor que siento por ella, dicho sea de paso, no es carnal. La quiero, pero no la deseo. Pienso en ella mucho, pero no de esa forma. De hecho, me gusta porque no es tan bonita, porque no se viste tan bien, porque pasan las temporadas y se nota que aún no encuentra un peinado que la tranquilice. Lena Dunham me gusta porque escribe, porque quiere ser escritora, porque ya a estas alturas es escritora –y actriz y directora, algo no menor– pero hubo un tiempo en que solo podía intentarlo y fracasar en ese intento. Aun así, con una película independiente a cuestas que no llegó muy lejos, pero al parecer llegó a la gente indicada (Tiny Furniture, de 2010) siguió escribiendo y la diferencia entre un escritor de verdad y uno de mentira es que el de verdad sigue escribiendo pase lo que pase. Stick to it, como dijo Kerouac. Eso es todo.   

 

Ahora bien.

¿Qué tienen que ver conmigo 4 chicas que viven en el Brooklyn más hipster?

En rigor, son menores que yo, otra generación.

Gente que llegó a este mundo con otro chip, como dicen ahora.

Gente a la que estoy en todo mi derecho de ignorar.

Pero no puedo.

 

Y no es que quiera irme a la cama con Hannah Horvath, el personaje de Lena Dunham. De hecho, preferiría hacerlo con Jessa (Jemima Kirke). Mejor dicho, preferiría tener una relación más o menos corta –6 meses, algo así– pero muy intensa con ese personaje, cruzar por tierra Nueva Zelanda, hacer el amor en moteles de carretera y acampar –sí, acampar, aunque yo no nunca he acampado en mi puta vida siento que con ella podría hacerlo– en las orillas del Champagne Pool, un lago de aguas calientes que por lo menos en fotos se ve increíble; allí Jessa y yo podríamos contemplar las horas de manera horizontal y leer durante días hasta que las emanaciones de dióxido de carbono que le dan el nombre de Champagne Pool nos intoxiquen y nos hagan levitar. Luego, en otra parte, iríamos a fiestas y fumaríamos salvia y tomaríamos éxtasis hasta fundirnos en un solo ser. Pero, no sé, creo que no podría estar con ella mucho más después de eso. Francamente, no se sí podría cargar con su extenso kilometraje, no me siento ni tan hombre, ni tan maduro ni tan civilizado como para eso. Además, la aventura, cuando se dilata demasiado, se quiebra. Y yo ya no soy, ya no fui un espíritu libre. Una persona libre sí, pero eso es otra cosa.

Insisto, amo a Lena Dunham, pero no me iría a la cama con Hannah Horvath. Preferiría hacerlo con Marnie (Allison Williams), el personaje que saca mi lado más conservador y superficial, el costado de mi personalidad que más me avergüenza y debe ser, por eso mismo, uno de los más genuinos que tengo. A ella me gustaría llevarla a mi casa, invitarla a comer con mis papás, presentársela a mi abuela, ponerle sobre las rodillas a mi sobrina. Es raro, nunca he pensado que estas cosas importen realmente. Mentira, estoy hablando huevadas, todos queremos una novia que le caiga bien a la familia. No importa cuánto daño te hayan hecho tus padres o cuánto daño hayas querido hacerles tú a ellos: quieres verlos sonreír cuando tu mujer entre en la sala y que todos digan que es la más bonita. Me gustaría estar en una fiesta, sentando en un sillón, y que ella se sentara en el apoyabrazos para poder abrazarla por la cintura y que la gente supiera que esa, esa, es la chica que anda conmigo, mi novia. Siento que Marnie me daría puntos, me subiría la plusvalía, quién sabe, en los tiempos que corren, quizás hasta me conseguiría un trabajo importante. Y claro, quisiera tenerla en casa, quisiera que lo primero que vieran los invitados al llegar a una cena fuera su rostro perfecto. Un par de años después, qué duda cabe, nos divorciaríamos.

 

Ahora entiendo mejor.

Girls no solo me habla. Girls me confronta. Girls me cuestiona.

Girls me hace ver que después de todo no soy tan liberal como pensaba, que muchas veces prefiero que las cosas les pasen a otros, que no me atrevo, que no siempre me lanzo. Que el guión de mi vida todavía está en borradores, que aún no revienta.

Que aún falta.

La serie me hace ver las cosas que no quiero ver y aceptar las cosas que no puedo cambiar.

Y luchar.

La alegría está en la lucha, dijo Ghandi.

 

¿Por qué no tengo tantas ganas de tirar con Hannah, el personaje de Lina Dunham? Amo su adicción a la comida, la forma en que no sabe comportarse, los gestos y las sonrisas con las que miente para causar en otros la imprecisión que quiere causar y que casi siempre le falla, la manera que tiene de depender y no querer depender de sus padres, las cosas que dice cuando prueba la coca por primera vez, haciendo líneas sobre el retrete en el baño de un bar con las rodillas contra la mugre y su personalidad se potencia hasta romperse en el piso de una disco: el pelo pegado al rostro con la goma del sudor, los ojos cerrados, mirando para adentro, la sonrisa apretada porque de otra manera la coca le sacaría la mandíbula de su lugar. Hannah es, sin duda, sexy. Una maravillosa suma de errores y sentido del humor y ganas de caerse y aprender a la fuerza, como se aprenden las cosas que nunca se olvidan. Hannah es sexy de una manera inteligente, ingeniosa, medio nerd y medio cool. Hannah no es hermosa y eso es lo más hermoso que tiene: su belleza está 1, 2, 3 pasos más allá de la concepción racional de la belleza. Le gusta desnudarse frente a la cámara, quitarse la ropa y sobre todo quitarse el pudor; hay en su desnudez, en esa desnudez que algo tiene que ver con La maja desnuda de Goya, una liberación de género y de generación degenerada. Quizás la batalla más abiertamente librada contra la estética que la tele y los anuncios de publicidad y los ángeles de Victoria’s Secret han querido escribir en piedra sea las escenas en las que Hannah hace el amor como si no la estuviéramos viendo.  

Pero Hannah Horvath no me calienta del todo y eso me hace sentir vacío y cobarde. Y eso es, me queda claro, lo que más me gusta de Girls: la evidencia de que aún no soy, ni de lejos, la persona que quisiera ser. Y que no soy el único. Y que esas chicas y yo nos hacemos compañía. 

 

DOS

‘Yo me muero por Lena Dunham…’

Por Ana Cristina Franco

 

¿Por qué me gusta Girls?

 

Porque nunca logré identificarme con una serie de televisión, pero con esta sí. Porque me encanta descubrirme riendo sola en mi cuarto a las 12 de la noche. Porque cada vez que veo Girls, pienso: “Mierda, ¿por qué no lo hice yo?”, porque me reconozco en la torpeza de Hanna, en el descaro de Jessa, en la ingenuidad de Shoshana. Porque me gusta ver escenas de sexo en pantalla chica, y porque esas escenas de sexo son dirigidas por una mujer, y son explícitas, torpes, interrumpidas… Porque Hanna no está enamorada de un chico cool, sino de un freak que toma leche y es carpintero. Porque amo el acento inglés de Jessa, la desnudez de Hanna, el novio de Marnie, la inocencia de Shoshana; porque Hanna es gorda y disfruta quitándose la ropa frente a cámara… Y es increíblemente sexy…  Porque cada plano es, como alguna vez me dijo Juan Fernando Andrade, poesía pop con muchas calorías.

Pero sobre todo, Girls me gusta por esto: Lena Dunham  tiene 26 años, es guionista directora y actriz. Ella trabaja de la única manera que, al menos yo, puedo concebir al arte: la exposición.  Lena no ha escogido hablar de algo divertido o cool, ni siquiera algo interesante. Ha tenido la valentía de retratarse a sí misma. Y digo valentía porque en su obra casi no existe lo que en dramaturgia se llama “mecanismo de distanciamiento”. No hay un mediador entre su problemática personal y su personaje, es decir,  Hanna no se diferencia en mucho de Lena. Ella tampoco buscó una actriz para que la represente ni hizo una analogía de su vida. Girls, aunque esté por completo en el terreno de la ficción, es casi un documental: Lena es su propia obra. Y por eso al verla en pantalla no da la sensación de que haya una puesta en escena, más bien parece que el trabajo de Dunham consiste en construir una ventana hacia su universo más íntimo. La cámara de Girls es un ojo invisible pero a la vez curioso, que revela los momentos más personales de la vida de 4 mujeres cotidianas.  Y por eso, al verlas desnudas, yo también me siento desnuda. En otras palabras, Lena Dunham hace que las líneas entre la vida y la ficción sean cada vez más ambiguas convirtiendo a su vida  en un experimento artístico. Y esto no me gusta: me parece alucinante.

Por otro lado, Girls ha logrado algo matemáticamente imposible, pero cierto: una serie de televisión de autor. Ha conseguido que en la televisión, plataforma dirigida  a  las masas, existan mujeres reales. Y esta es un arma feminista transgresora. Mucho más poderosa que las activistas de género con pancartas en las calles. Más que Sasha Grey y su porno “intelectual”.

Y bueno, más allá de eso, creo que hay un vínculo íntimo con los personajes que hace que me identifique con la serie. En uno de los capítulos de Girls, Shoshana, tal vez el personaje más cómico, dice, parodiando a Sex and the city: “Soy definitivamente Carrie, pero tengo algo de Samantha”. Tomaré como ejemplo esta cita irónica para esta vez ser yo quién mida cuánto de estos personajes hay en mí.

Empecemos por Jessa, la versión independiente de la mujer fatal. Ella representa eso que por lo general no soy, y envidio. ¿Quién no ha querido ser una rubia peligrosa?, pero más que eso, la mujer libre, que no tiene que rendirle cuentas a nadie… Su acento inglés con un aire de “no me importa” me recuerda que todavía soy complicada, acomplejada, cursi… Que todavía pido perdón, permiso, y voy con la cabeza gacha por la vida… Jessa es la libertad que mi espíritu andino aún no tiene.

Marnie es lo que yo jamás podría. Además de ser más conservadora que una morlaca, tiene un componente que me confronta con mi lado más oscuro: es ordenada. Marnie tiene los pies en la tierra. Seguro tiene reloj y aplasta el tubo del dentífrico desde atrás. Y aunque me gusta ser como soy, los domingos por las noches quisiera (¿y quién no quisiera?) tener un novio estable (y así de sexy y guapo como el de Marnie), medias pares, saber cocinar, escandalizarme con inmoralidades, tener una cartera ordenada (¡o por lo menos tener una cartera!) tender la cama todos los días, tener uñas largas. Pero ya sabemos la historia: me parezco más a Hanna. Porque ella, como yo, quiere escribir. Porque escribe que escribe, y rueda que escribe. Porque, sin ser modelo, se ha desnudado frente a la cámara miles de veces. Y no solo quitándose la ropa, lo ha hecho mostrándose en su lado más frágil, más imperfecto: ha mostrado una espinilla en la nalga, un trastorno psicológico, su adicción compulsiva a la comida. Ha tenido las agallas de meterse con un freak, ¡y él de rechazarla! Me identifico con su desorden, su sed de experiencias y sus ansias de embellecer la vida cotidiana; con su incomodidad física, pero a la vez ese placer por su cuerpo. Sí, me identifico con ese pensar. Y bueno, está claro que lo único que podré compartir con Juan Fernando, es este artículo.

Otro personaje que me parece encantador es Adam. Él es un retrato irónico del sub-30 de hoy. Alguien que no se decide, que vive solo pero sus padres aún le pasan dinero, que anda en bóxer por la vida, medio trono y medio chuchaqui. Lo que resulta cómico y genial, es que Hanna lo pretenda tanto. ¿Por qué una chica inteligente, que está por publicar un libro, quiere salir con un loser, alcohólico anónimo, con costumbres sexuales raras, que puede ir al baño mientras toma leche? La rareza de Adam se evidencia más cuando, en la temporada 2, termina con Hanna y empieza a salir con una chica llamada Natalia, un personaje que para cualquier guionista significaría un reto, pues no se trata de una personalidad extrema, sino de una chica simple, o simplona. Ella no es tonta, pero tampoco inteligente; no es fea, pero tampoco guapa; no es increíble, pero tampoco “cualquier cosa”. Está en el límite. Al principio, ella y Adam empatan, sin embargo cuando él la lleva a su casa, empiezan a hacerse notorias las diferencias. Con una semana máximo de noviazgo, él le dice: “¡Gatea hasta mi habitación!”. Ella, desconcertada, acepta, y se ve yendo a gatas, en un suelo lleno de pedazos de uñas y mugre (como ella lo describe) al cuarto de Adam. Allí él tiene sexo con ella de manera grotesca y torpe (como él acostumbra). Mientras la penetra, ella finge disfrutar mientras está totalmente desconcertada. Cuando al fin eyacula liberándose de su deseo como si fuera algo ajeno a él que aún no es capaz de entender, y termina en sus senos, ella no entiende qué pasa: se acaba de enfrentar a la parte más animal, más pura, de Adam. Aunque a primera vista parecería un maníaco sexual o algo así, no es eso lo que resulta. Lo interesante es que Adam no causa repulsión: causa ternura. Porque en esa torpeza sexual hay algo que vas más allá: el hecho de que él nunca encajó. Siempre estuvo al margen. Es un fenómeno. “Soy Adam y soy un bicho raro”, dice él… Y no puede ser más sincero.  Esa rareza que es la suma del desconcierto, de la soledad de toda una generación. Por eso el amor de Hanna y Adam, además de patético, resulta encantador. Ellos representan la belleza de los out-siders… Verlos con pijamas enteras en un two shot resulta conmovedor.

¿Hay algo más romántico que el idilio de 2 losers?

 “Creo que puedo ser la voz de mi generación, o por lo menos, una voz de una generación”, dice Hanna. Yo, por mi parte, siempre pensé que esta generación no era una generación. Que no merecía ser nombrada. Que llegamos tarde al festejo, al baldeo. Que todo ya fue hecho y deshecho. Los hippies ya protestaron. Los punks ya rompieron botellas. Los grunges ya disfrutaron siendo nada. ¿Y nosotros, los nacidos entre 1985 y 1990? Somos la generación del Youtube, del Facebook, de… Describirla me resulta imposible. Pero sé que somos huérfanos. Y en todos los sentidos. ¿Cómo no, si nuestros abuelos y padres ya lo rompieron todo? Ya no hay matrimonio ni alianzas ni partidos. Tener sexo representa simbólicamente menos que darse la mano. Esa orfandad se evidencia en Girls.  Y no solo la orfandad de los padres y las familias inestables, sino también de los hombres, de las amigas (Jessa las abandona algunas veces, Hanna y Marnie dejan de vivir juntas) todo pasa, se va, pero vienen nuevas cosas que otra vez se irán, y en esa fuga, en ese devenir, hay una belleza que retrata de alguna manera que aún no alcanzo a comprender, la belleza y el vacío (o la belleza del vacío) de esta generación. Sí, porque no se trata de un abandono del que somos víctimas, sino todo lo contrario: solo en ese abandono es posible la libertad.  Ahora entiendo mejor a Hanna y a su voz. En esta generación no se puede hablar de ‘la voz’, sino de ‘una voz’; tampoco se puede hablar de ‘la generación’ sino de ‘una generación’. Todo es impersonal. Si algo la define es que no tiene definición. Y el caos de Hanna, su inestabilidad amorosa, su iPhone sonando al fondo de su cartera, su trastorno obsesivo compulsivo, sus papas fritas, sus vestidos coloridos, su querer escribir, su amigo gay (que alguna vez fue su novio) y sus trabajos chimbos son, de alguna manera, fragmentos deliciosos de esta generación, a la que no puedo concebir si no es así, por fragmentos…

 

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