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El Telégrafo
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Fantasías textuales

Fantasías textuales
10 de febrero de 2014 - 00:00

Tengo una canción de Silvio que se repite en mi cabeza. El nombre de la canción es de mujer. Supongo que me resulta más fácil pensar en mujeres cuando pienso en canciones, o cuando pienso en despedidas, o cuando pienso en oscuridades. Supongo también que en estos días me resisto a dejarme llevar por esa oscuridad a la que podría llamar como te llamas tú. Tengo miedo de decir tu nombre.

 

AnaCarla, la muerte y la doncella

No fue a París ni a Quito adonde te llevó (qué va, cómo va a ser aquí o allá, si a las muertas hay que conocerlas en ciudades desconocidas, territorio neutral por así decirlo, y a Quito y a París se las conoce demasiado, por mucho que escondan en sus ríos y piedras, por mucho que susurren cabizbajas, agotadas, sus nostalgias andinas y sesentayochos: Ella, yo, nosotros sin ellos y sin ellas, necesitábamos una ciudad nueva -ciudad laberinto, ciudad círculo- donde despedirnos por primera vez. Era necesario, además, que tenga mar.) Fue a Barcelona. Jorge Enrique Adoum, supongo, te llevó a Carrer del Rabí Rubén 2 exactamente igual a como te había llevado a Quito hace no sé cuántos años, cuando habías muerto, supuestamente, 8 meses atrás, en no sé cuál país de Latinoamérica. (“Como se muere allá, imbécil: asesinada”).

Es decir, te conocí muerta. Y decidí hacer una película de la desnudez de tu espalda, del triángulo que se forma entre tu bajovientre, tu rodilla izquierda y tu espalda, del triángulo que se forma entre tu bajovientre, tu rodilla izquierda y tu nalga, de tu pasado inventado en París junto a Bruno y Karen (que es francesa y estaba -¿está?- enamorada de ti). Porque inmediatamente después te conocí des-muerta (que no es lo mismo que viva), acompañando de cuerpo presente y adolorido a Bruno y Karen en el duelo de esperar la noticia de la aparición de tu cadáver o de tu vida lejos de ellos. La noticia de tu ausencia en tu presencia, finalmente. (Por eso te llevaron a Quito, “para que no te mueras del todo o no te mueras todavía”). Y viajaste al mar a conocer el amor des-enterrado de Sumpa (como que si hubieses viajado al Mediterráneo a buscarme para enseñarme a cruzarlo). Y el mar se te-me entró por todos los sentidos.

Adaptación cinematográfica de una novela sobre la aparición fantasmática de una mujer que no se sabe si vive o muere -definición de tortura y desaparición-. Qué iluso. Como Bruno cuando te llevó al cementerio para hablarte del amor. Qué imbécil. Como yo escondido en Barcelona tratando de aprender a huir mientras tú tratabas de acordarte cómo vivir (“Tengo miedo, Bruno. No me acuerdo de cómo era vivir”). Qué distantes estábamos de tu dolor. Por más que te viéramos desnuda sobre la cama mientras él apenas se atrevía a retratarte y yo trataba de ponerte un rostro conocido (qué cruel que es el cine, me digo al terminar de leer la novela: obligado a cambiar de rostro y cuerpo a un personaje que tuvo que desaparecer -¿morir?- para tener un nombre, como que si la tortura no hubiese sido horror suficiente). Y te levantas, secas tus heridas con la sábana testigo de esa otra violencia, más sutil y confusa (“Te odié, por haber gozado”) y plantas frente a la ventana el caballete que enmarca Quitoparísbarcelona. Sonríes extrañando tu propia ciudad. No hay más que pintar.

“¿Me podrías dar de tu cuerpo algo más que la espalda?” Le dice Bruno a AnaCarla. Ella se vuelve -Jorge Enrique Adoum lo intuía-: era la soledad. Y decidió permanecer muerta.

 

May Kasahara, el pájaro profeta

Puedo respirar. Incluso lo suficiente como para no querer soltarte el bikini exiguo que logro imaginar: así, puesto sobre tu cuerpo que apenas deja de ser el de una niña, está bien. La tensión entre la excitación, el pudor y la culpa es perfecta.

Te escucho preguntar sobre absolutamente todo. Igual que a pájaros que conozco más al norte, pájaros que, como tú, han buscado eso coqueteando con la muerte. Esos pájaros me trajeron tu cuerpo virgen y cicatrizado como trayendo un regalo perturbador de infancia, inconcluso. Me trajeron, sobre todo lo demás, tu sombra y tus lágrimas.

Tú también te tendiste desnuda a la luz de la luna. Tú también tenías 16 años. Tú, a diferencia de ella, no abriste los brazos y piernas todo lo que podías: la piel no quería correr. Tú te arrodillaste a llorar, llorar sin detenerte y sin saber por qué, descubriendo el nacimiento de la sombra en todo. La piel encontró su origen.

Los pájaros contigo son libélulas. ¿Y si tú eres pájaro? Entonces podría entender tu necesidad de angustia a la vez que tu huida de todo pozo, tu curiosidad casi morbosa que insinúa más aún tu bronceado perfecto. Siendo pájaro tendríamos en común cierto nombre y cierto amor, podrías incluso querer confundirte con otra mujer y ser todo a la vez.

Pero no eres pájaro. Eres niña de 16 años que juega con la muerte y no con el cuerpo, y tal vez por eso se puede respirar a tu lado. Tal vez por eso puedes jugar con la muerte mientras liberas tu cuerpo de todo pudor sin pensarlo: provocas instantes de muerte en ti y en los demás para ubicar eso que sientes que existe dentro, pero no lo encuentras. Te asoleas aburrida y fumas. Los demás te ven y no te inmutas.

Por eso al oír que gritaban tu nombre te asustaste. Alguien te vio desde alguna parte y sentiste que debías hacer algo. Y claro, la luna estaba ahí, la distancia infranqueable, la sensación de que la muerte por fin sembró un pedazo de verdad dentro de ti, todo se pronunció para que veas sombras desde la soledad que tan minuciosamente construiste. Y lloraste.

 

Alejandra Vidal Olmos, a secas

Hay libros que no se deberían leer. Hay libros que no tuve que haber leído: Los años pasan y uno creería que se aprende algo, que se llegan a entender ciertas cosas, incluso con una sonrisa ya no triste sino de complicidad, esa sonrisa sin abrir mucho la boca, casi siempre de lado y bajando la cabeza, recordando cómo te habías sentido hace 10 o 15 años cuando viviste ese mismo frío, el mismo dolor en el estómago que confundías con gastritis y era amor. Esa soledad que abarcaba prácticamente el día entero con sus buses y caminatas guitarra al hombro sin entender por qué esa mirada tan oscura, ese tono de voz tan violento. Sonríes nomás, de lado y bajando la mirada.

Y lo vuelves a abrir. Pura curiosidad, buscando una cita o queriendo demostrarte que ya todo está bien, que el estómago ya no confunde el amor con el silencio y que tener 30 años no es lo mismo que tener 16. Me equivoco, evidentemente. Con ciertos libros, como con ciertas mujeres, es lo mismo. Y esperas en el parque a que vuelva, ruegas que el dolor sea eterno pero con ella, no importa la ausencia, no importa el descaro, no importa su muerte. Esperas y punto. Sabiendo que se va a morir, sabiendo que se va ir, sabiendo que es una prostituta, la más hermosa de todas, la única con la que has estado; y te arrepientes de no haber estado con más, la miras y quieres golpearle en medio de sus ataques, cuando está indefensa y no puede decirte, con esa voz que no puede más de dolor, que te vayas a la mierda. La esperas y punto. Lo lees.

Y la ves desnuda en la playa. Con otro, obviamente, porque tú no te atreviste a compartir una erección como ella compartió su desgarro, maldito egoísta. Y la ves nadar en la tormenta y le gritas ahuevado que regrese, que no le rete al mar ni al viento ni a tu ingenuidad. Y ella se ríe, llorando obviamente, porque sabe que no va a llegar a los 30 y tú eres el único que la conoció sin ese rostro envejecido con violencia. Llora, gritando obviamente, que Dios vale verga, que te largues pero que te quedes, que te calles pero que cantes, que la mires pero que te calles, que la toques pero que te vayas. Y tu crees que estás enamorado.

Y ya tienes 30. Ya no caminas guitarra en hombro y te crees Bruno y no Martín. Pero qué pelotudo que eres, si la que decide es ella, la que te impone los años es ella, la que te recuerda lo poco que has vivido es ella. Y todo es cabelleras largas, negras, mallas sucias de tanto jugar, alientos trasnochados, códigos secretos que susurran entre todas ellas mientras tú intentas descifrar esas miradas tan llenas de lujuria y abandono que no te pertenecen, que nunca lo harán compadre, que se quemarán con los libros de mierda que nunca tuviste que haber leído, guambra dado a intelectual, por favor, cuántas veces te dije ya vamos, ya no leas.

Y ella no puede hacer nada. Es la mujer de 18 años más vieja que he conocido pero no puede hacer nada más que acostarse con hombres anónimos y escuchar Brahms para esperar el fuego. Tu dolorcito en el estómago no llega a entender su contradicción en la piel. Pero te quiere, no te confundas, te quiere como nunca ha querido. Por eso se fue.

 

***

Ella

¿Dónde están los moldes de las ideas?, ¿dónde los cuerpos de las sombras que somos...? Como Horacio, me doy contra la pared todos los días al pensarlo. Porque en esta tierra no está lo que busco, pero están las huellas, y esas huellas me remiten a un lugar alucinante del que solo recibo destellos. Quizá la máxima expresión de esta enfermedad sea la literatura. Los libros son un mapa que señala otro lugar. Y eso hace que me aferre a signos que me remiten a lugares imposibles, a personajes inalcanzables. Pero bueno, no son más que especulaciones idealistas. Quién sabe, tal vez a estas alturas Platón también esté enfermo, grave…

 

Horacio Oliveira  o rasgar con las uñas la piel del tiempo...

Horacio Oliveira siempre me da la espalda. Y yo le persigo, quiero ver su rostro que huye, entender a qué responde esa sombra; pero cuando intento acercarme, su silueta se aleja por una calle que brilla por la lluvia. Sé que tiene un saco de lana verde y un paraguas roto. Otras veces lo veo fumando un cigarrillo con la ceniza hasta la mitad, a punto de caérsele, en el piso de un hotel barato. Esta vez en blanco y negro. Como en una película de Godard. Otra, paralizado por la lluvia afuera de un concierto. Está desenfocado. Se aleja como un barco que se esfuma en el horizonte. Se escapa. Se fuga. Cada intento de encuentro es la pieza perdida de un puzzle que intento armar a ciegas. ¿Por qué me atrae tanto si de él solo recibo sombras? Tal vez porque Horacio (o por lo menos el Horacio que yo inventé en noches de insomnio) es la nostalgia. Él es un conjunto de fragmentos, de ventanas que me llevan hacia algo más …

Dice Moreli en el capítulo 71 de Rayuela: “¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia. Complejo de Arcadia, retorno al gran útero, back to Adam, le bon sauvage (y van…). Paraíso perdido, perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre”.

Entonces Horacio no es Horacio. Horacio es un puente. Y los amores más peligrosos son los que son puente (me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado). Un puente hacia las hojas secas de otoño que nuca vi, los Gauloises que no fumé… Un gato flaco que hurga en la basura, una tarde agonizante en el Barrio Latino, una canción de Miles Davis. Y además, Horacio no es cualquier puente: es un puente sobre un río metafísico.

Una de las primeras teorías de interpretación del mundo, dice que en el centro del Universo hay una Gran Llama. Sobre ella está el cielo, que es una especie de manto con pequeños agujeros a través de los cuales se pueden ver fragmentos de esa Gran Hoguera. Entonces las estrellas no son materia sino que el espacio es piel, y a través de esos huecos podemos acercarnos, por partes, hacia algunos pedazos de esa inmensidad. Aunque científicamente la teoría está descartada, es una gran metáfora para entender, quizá no el Universo físico, pero sí los Universos particulares… Y la literatura de Cortázar está en los Universos particulares, en la mirada de la hormiga, en el punto de vista del bichito que descubre el big bang en el tejido de un mantel. Y las palabras en su caso no son una herramienta sino una fórmula alquímica. Las palabras, esas perras negras, son un intento de hueco en la piel espacio/tiempo. Oliveira, como Jhony, también es un perseguidor, ¿qué hace Horacio sino rasgar la piel del Tiempo con las uñas?, ¿qué busca sino descubrir fragmentos de luz que preexiste bajo ese lomo oscuro que es espacio y tiempo? Él intenta ir más allá, traspasar ese límite. El lenguaje es como una pared (Horacio siempre se da contra la pared, dice Cortázar) que él intenta romper para llegar a... superar el “cosismo” e ir al verdadero mundo, que es, tal vez, el mundo de la ficción. Por eso, para cavar más profundo, La Maga inventa el gíglico, y es, en esa lengua, en la que es posible el encuentro con Horacio. Porque La Maga nada los ríos metafísicos que Horacio solo puede mirar como un testigo. Pero ahora el testigo soy yo. Un testigo que intenta atrapar los pedazos de Horacio que están regados en un Montmartre que solo existe en las páginas viejas de la edición de Rayuela que leí a los 15 años. Supongamos que llego a esa calle mojada donde él se escapa. Y llueve (“La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. J.L.B), digamos que esta vez sí logro alcanzarle, y aunque no le veo la cara (eso no lo logro ni siquiera en la ficción), camino a su lado, como un testigo. Entonces recorremos la ciudad trazando mapas con nuestros pasos. Descubriendo la ciudad real y mágica que está en alguna parte atrás de los turistas y las vallas publicitarias. Caminamos hablando de películas que no entendimos mientras fumamos un cigarrillo a medias. Entonces llegamos a ese cuarto de hotel donde Horacio le será infiel a La Maga (que ya pasó de moda) y nos deslizamos en la alfombra y tomamos vodka (aunque odio el vodka, pero eso es lo que se toma en las reuniones del Club de la Serpiente) y no amanece sino en 3 o 4 días. Entonces se venzan las marioplumas y todo se resolve en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que nos ordopenenen hasta el límite de las gunfias.

 

Kafka Tamura, un príncipe de sangre roja y real…

La carretera es infinita. En el cielo azulísimo las nubes forman dulces figuras apocalípticas, en HD. Mi iPod transmite ‘Little Red Corvette’, de Prince. A mi lado, él hace auto-stop mientras abre una Coca-cola en lata. Un camión nos para y nos acomodamos en la parte de atrás. Compartimos audífonos y,  mientras tomamos Coca-cola, me dice que el cielo está cambiando. Quizá lluevan peces. Quién sabe.

Después, el Edipo de 15 años que es guapo y es japonés, me cuenta que huye de su padre, de Tokio, de sí mismo. Él quiere liberarse de sus genes o, como diría Cortázar, arrancar la flor amarilla. Pero el Joven llamado Cuervo dice que el que escapa de su destino, lo encuentra. Tamura tiene hambre, hambre física y metafísica, y como Okada, Tengo y Watanabe, cocina muy bien. Sé que cuando lleguemos a Takamatsu preparará tortillas de color verde, en salsa bechamel, rellenas con verduras. Kafka devora libros, y tortillas y ciudades. Y a diferencia de Oliveira-el intelectual de escritorio- él es fuerte. Hace ejercicio. Es terrenal. De sangre roja y valiente. Claro, es el cuerpo ejercitado y robusto que está preparado para pisar el otro lado. Porque para pasar a otros mundos hay que tener las piernas firmes, porque allá, al otro lado del bosque, hay balas imaginarias, pero la sangre siempre es real.

 Cuando bajamos del camión nos perdemos en una ciudad pequeña. Primero en las calles y luego en la biblioteca, ese laberinto infinito en el que Oshima abre puertas que a su vez tienen varias puertas que después nadie podrá cerrar.

Nos acomodamos en la cama y él me abraza. Quizás nos saquemos la ropa y tomemos un baño de luna, como Midori. Pero no lo hacemos. Preferimos quedamos quietos sintiendo nuestros cuerpos vibrar. Entonces él me dice que le disculpe si tiene una erección, que no es nada personal. Cerramos los ojos. El viaje empieza. Compartir la cama con alguien es peligrosísimo. Cuando 2 individuos cierran los ojos y abandonan sus cuerpos juntos, pueden pasar muchas cosas. Camino por los pasillos laberínticos de la biblioteca y presiento que estoy en el corazón de Tamura. Lo sé porque a lo lejos, con chompa de cuero, veo al Joven llamado Cuervo venir. El viento es terrible y derrumba los libros. Todo cae. El viento viene acompañado de arena y de repente ya no hay estantes ni recovecos con letras. Estamos en un desierto y la arena otra vez se nos mete en las orejas y en los ojos. Entonces escuchamos la canción, la cantamos despacio mientras nos dejamos llevar por su ritmo, que es como un arma contra el viento…  “A la sombra de la puerta se yerguen las palabras que han perdido sus letras/ Al otro lado de la ventana  hay soldados con el corazón endurecido/ Los dedos de la niña ahogada buscan la piedra de la entrada”.  Y así, bailando, atravesamos la tormenta de arena.

 

Yo tampoco sé adónde van los patos en invierno...

Son las 2 de la mañana, me he fumado tres cigarrillos y aún no puedo dormir. Lo mejor que podría hacer es teletransportarme a Nueva York. Cuando llego, me doy cuenta de que ha estado nevando. La calle está mojada y resplandece por el agua. Camino sin rumbo sintiéndome igual de extranjera que en mi cuarto, entonces me encuentro con él. Ese pequeño psycho. Ese ángel oscuro, a quién atribuyen la muerte de Lennon. Holden Caufield se acerca a mí y me pregunta si quiero tomar un café. Al contrario de la gente “normal”, yo acepto. La razón es simple: yo tampoco tengo nada que hacer, y ni puedo dormir y ni quiero regresar a mi casa. Como él, estoy perdida. Le digo que mejor tomemos un trago, que no me importa que sea menor de edad. Mientras caminamos en busca de un bar abierto, entiendo que lo que nos une es paradójicamente la orfandad. Sé que ambos somos- y seremos- extranjeros, sin importar donde estemos. Por eso buscamos un “paréntesis de realidad”, algo que nos amortigüe y nos haga olvidar, aunque sea por una hora, que el mundo está lleno de gente a la que no le interesa adónde van los patos en invierno.

Encontramos un bar oscuro, aunque él dice que lo deprime muchísimo, acabamos entrando y pedimos 2 whiskys. Holden me dice que está harto y que nos larguemos, porque él, como Horacio, sufre de “cosismo” extremo. Yo, en lugar de Sally, le digo que sí. Entonces él me cuenta que tiene un amigo que nos puede prestar un auto en Grenwich Village y que en la mañana podríamos ir a Massachusetts. Pero después dice que sería mejor ir hacia el Oeste, haciendo auto-stop. Llegaremos a un lugar en el que siempre haga calor y nadie nos conozca. Él conseguirá ese trabajo en la gasolinera, y los 2 fingiremos ser sordomudos para no hablar con nadie más. Me propondrá matrimonio. Y yo aceptaré. Y viviremos en una cabaña en la que no entrará nadie más que nosotros y nuestros hijos (y nuestros libros). Y viviremos allí por el resto de nuestra vida.

Salimos del bar con todas estas ideas, pero yo sé que él no lo hará, que extrañaría demasiado a Phoebe; además es muy probable que yo me teletransporte involuntariamente a mi cama en Quito. Decidimos caminar sin rumbo por la calle, ya no hay rastros de nieve. Quizá sea mejor así. Quizás nuestro amor freak fracasaría en 2 días. Y tal vez acabaríamos matándonos en algún lugar lejano, en Tijuana, por ejemplo. Sí. Lo mejor sería que alguno de los 2 diga: “preferiría no hacerlo”. Porque tal vez lo que siento por él no es amor, pero se parece tanto, tanto que quizás sea lo contrario. Ahora lo entiendo mejor: lo que nos une es que compartimos un estado. Un estado de náusea, de hastío… la complicidad del que se cansa de ser humano. Y compartir un estado responde al amor en su estado más puro: la amistad.

Mientras busco en mi cartera un cigarrillo él me dice: “Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir...” Le digo que yo también los odio. Odio el tráfico y los carteles de comida rápida que se mojan con la lluvia, los restos de esmalte en uñas comidas por la angustia y las refrigeradoras vacías en domingos, y los focos que se queman. Odio ver restos de chaulafán a las seis de la tarde y colillas que se ahogan en tazas de café frío del desayuno…

Ya no hace tanto frío y al fin encuentro el cigarrillo. Holden lo enciende y lo compartimos mientras caminamos en silencio por un buen rato.  Llegamos a Central Park. En la laguna algunos patos todavía nadan, pero ni él ni yo sabemos adónde irán en invierno.

 

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