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El eco de las voces (Cucharadas de luna)

El eco de las voces (Cucharadas de luna)
06 de enero de 2014 - 00:00

Así nos dice el poeta mexicano Jaime Sabines, que la luna hay que tomarla a cucharadas como dosis contra el exceso de realidad, llevarla en el bolsillo como amuleto y ponerla debajo de la almohada para soñar despiertos. Y es que la luna, ese satélite inhabitado, ha sido morada para tantos escritores que ya no nos resulta un lugar inexplorado.

 

La luna gira sobre sí misma en el universo literario existente entre la fantasía y la ciencia ficción. Su rastro escrito puede seguirse hasta las antiguas civilizaciones asiáticas en las que era una deidad femenina, pero es en las costas del mar Egeo donde nace Luciano de Samosata en el año 125 d.C. Filósofo, humorista y precursor de la ciencia ficción; el hombre que nos llevó hasta ella por primera vez.

 

El espíritu escéptico de Luciano le hizo arremeter contra los filósofos y cronistas de la época. No fue casualidad que utilizara a Menipo de Gadara, reconocido cínico y creador del estilo satírico, como protagonista de una parodia que alunizó de modo casi fortuito. En el argumento, Menipo de Gadara desea increpar a Zeus acerca de la verdad auténtica, ya que los filósofos de la época no llegaban a acuerdo. Para hacerlo, se ata un ala de buitre a su brazo izquierdo, otro de águila a su derecho y emprende el viaje. Casi lo logra. Se lanza desde el monte Olimpo con dirección a los astros. Llega a la luna, habitada por espíritus, pero un poco más allá del sol, los dioses castigan su osadía arrebatándole las alas y el viaje resulta infructuoso.

 

No contento con esta travesía accidental, Luciano nos invita a otra mucho más detallada. En su libro Relatos verídicos nos traslada hasta el astro nocturno: “Por siete días y otras tantas noches viajamos por el aire, y al octavo divisamos un gran país como una isla, luminoso, redondo y resplandeciente de luz en abundancia. Nos dirigimos a él y, tras anclar, desembarcamos, y observando descubrimos que la región se hallaba habitada y cultivada. Durante el día nada divisamos desde allí, pero al hacerse de noche empezaron a aparecérsenos muchas islas próximas –unas mayores y otras más pequeñas—de color semejante al del fuego. Vimos también otro país abajo, con ciudades, ríos, mares, bosques y montañas, y dedujimos que era la Tierra”. Aunque nos advierte desde el inicio que todo lo escrito no es más que una mentira, el autor crea pinceladas fabulosas llenas de ingenio sobre el mundo lunar, gestando así lo que se llamó en un primer momento literatura de evasión y que ahora conocemos como ciencia ficción.

 

Luciano nos conduce a una luna gobernada por el amante Endimión y cuyos habitantes se encuentran envueltos en una lucha contra los del sol. Los selenitas resultan ser más civilizados que los terrícolas; capaces de hilar el vidrio y el metal. Son hermafroditas y no es el vientre el lugar donde anida el sexo, sino las pantorrillas. Seres muy extraños con ojos desmontables, orejas de hojas de plátano y sexos de marfil o de madera, según su linaje. Su vino es granizo; su sudor, leche; y su agua, aire comprimido en una copa. Aire al que vuelven al morir ya que su deceso no es por descomposición sino que se pulverizan en el último instante.

 

La esencia soñadora del hombre nunca lo abandona. Incluso cuando en el Renacimiento el pensamiento se encontraba sesgado por el oscurantismo medieval, la imaginación humana escapaba de las realidades del espacio, el tiempo y las creencias de época. Así nace nuestro siguiente expedicionario, Astolfo, el incondicional amigo de Orlando el furioso, protagonista de los treinta y ocho mil versos que llevaron a la gloria al poeta Ludovico Ariosto. Invitado por San Juan a subir a su carro tirado por cuatro caballos de fuego, Astolfo llega hasta el satélite, colmado de desperdicios invaluables:

 

“En un profundo valle, situado entre montes altísimos, había un inmenso tesoro, compuesto con todo lo que en la Tierra se había desperdiciado. Las horas perdidas, las ocasiones desaprovechadas, los votos quebrantados y las oraciones vanas ofrecidas a Dios, yacían allí para siempre. Se veían montones de doradas cadenas, que habían unido a los esposos mal aparejados; grandes cantidades de frascos de cristal rotos, que significaban las promesas engañosas de los grandes; mil sobras de alimentos que eran las limosnas que los ricos habían hecho a los pobres. Pero la parte más extraña del tesoro era la que formaban innumerables vasos, cada uno de los cuales contenía la malograda inteligencia de un hombre o de una mujer. Astolfo vio un vaso en el que estaba escrito su nombre, y obtuvo permiso para destaparlo y aspirar su inteligencia perdida. El santo le presentó luego otro vaso mucho mayor que los demás, con la inscripción: Inteligencia de Orlando, y con el precioso tesoro montaron otra vez en el carro de fuego para volver a la Tierra. Astolfo volvió a cabalgar sobre su alado corcel y se dirigió de nuevo al campamento con el inestimable vaso”.

 

Otro visitante de la luna fue Dante Alighieri, aquel que de la mano de Virgilio se embarcó en un viaje febril a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en pos de su amada Beatriz. En el canto III del Paraíso, aluniza transportado en una nube y encuentra allí a las almas beatas que no guardaron sus votos, convertidas en imágenes de cristal.

 

De esta y otras maneras, la luna cautivó a la lírica antigua y en la medida en que la literatura fue conquistando retóricas, su halo azulado se expandió a otros escenarios. El género narrativo también visitó la luna desde muy temprano. En 1638, dos novelas, la del obispo inglés Francis Godwin, El hombre en la luna, y El mundo en la luna, de John Wilkins, llevaron la fantasía humana hasta nuestro satélite cercano en la primera máquina diseñada con este propósito y regalaron al público lector el primer encuentro alienígena. Estos escritores fueron exploradores anteriores a Julio Verne, quien es quizás el autor más popular que impulsó los viajes siderales y que, aunque su proyectil no alcanzó la superficie lunar, la verosimilitud técnica de sus novelas: De la tierra a la luna y Alrededor de la luna no dejaron dudas de la posibilidad real de estos viajes.

 

Pero fue Cyrano de Bergerac, aquel quijotesco personaje de la guardia real francesa, quien inspiró al dramaturgo Edmond Rostand a escribir el romántico drama histórico que lleva su nombre. Rostand, en el siglo VII, escribió una novela de orden filosófico y moral acerca de la luna.

 

En su libro El otro mundo, Cyrano hace un despliegue simbólico de las virtudes y defectos humanos proyectándolos en los extraños habitantes e idealizando los principios que el autor considera privilegiados: “La moneda de cambio son los versos. El poeta-consumidor lleva sus poemas a la Casa de la Moneda, donde un jurado tasa su valor según el mérito literario que aprecie. ¿Cuántas familias y amantes hubiera podido mantener nuestro célebre Lope de Vega con este sistema?” En la luna imantada de Cyrano se habla en melodías: “Una aburrida conversación filosófica en la Tierra sonaría en la Luna como un armonioso concierto”, y las guerras ocurren entre iguales, siendo las más cotizadas las del intelecto, lideradas por los sabios. No existe el pudor ni las figuras de autoridad usualmente conocidas, y la libertad de pensamiento, ideal de la época de Descartes, está garantizada en la otredad lunar.

 

La huella del hombre en la luna no la marcó el controvertido viaje de Neil Armstrong, sino las páginas literarias. Desde finales del siglo XVIII, el Barón de Münchhausen nos asegura haber pisado la luna dos veces y nadie que haya sido testigo de sus intrépidas aventuras puede dudar de su palabra.

 

Este locuaz personaje que recorrió Rusia en un trineo conducido por un lobo hizo huir a los turcos, conoció el mar como la palma de su mano, luchó contra leones, cocodrilos, bueyes, ballenas y osos; mató con una sola bala a 16 enemigos e hizo zozobrar con la misma un buque y su millar de marineros; este incansable trotamundos, recibido por el mismísimo Vulcano en las profundidades del Etna, que guardaba en su bolsillo la honda de David y colgaba a su cintura el hacha de plata, navegó por los cielos hasta la luna.

 

Para cuando los soviéticos sorprendieron al mundo con el Sputnik que alunizó aparatosamente 10 años antes de que el Saturno V llevara al primer astronauta, los escritores ya habían enclavado allí su bandera y reclamado el territorio en nombre de la literatura. Los siglos XIX y XX estuvieron plagados de novelas sobre viajes lunares. George Wells, Juan Pérez Zúñiga y Edgar Allan Poe, entre otros, hicieron gala de su imaginación a través de sus historias de ciencia ficción y todo ello sin mencionar la prolífica creatividad de la literatura infantil. Sin embargo, quienes verdaderamente se han apoderado de la luna no han sido los novelistas sino los poetas. A diferencia de los primeros, que nos han elevado hasta ella, los segundos la han traído hasta nosotros acarreándola en los versos que ella les susurra al oído. Pequeños poetas, olvidados, desconocidos, anónimos, ridiculizados, pero sobre todo, los grandes poetas se han convertido en fanáticos juglares de la Diosa Selene.

 

De ellos ha recibido incontables epítetos: ojo del cielo, emperatriz de jazmines, lámpara del cielo, hoz de oro, corazón de cristal, belleza milenaria, manto femenino, rosa de plata. Un sinfín de metáforas que intentan definirla y con ello, atraparla. Ante sus ojos, la luna se muestra seductora asomada a su balcón estelar desde donde abre un portal al desvarío. Símbolo del romance, la nostalgia, la ternura, la timidez, el misticismo, convoca a los bardos a rimar sus conjuros.

 

Federico García Lorca la acoge como hija predilecta de sus versos. En Bodas de sangre demuestra su veneración poética al transfigurarla otorgándole una fuerza fascinante. Convertida en mujer, la luna tirita de frío pidiendo a gritos un corazón, un pecho para calentarse. Su lamento presagia el fatal desenlace del cual es simbólico testigo:

 

 

 

¡Que quiero entrar en un pecho

para poder calentarme!

¡Un corazón para mí!

¡Caliente!, que se derrame

por los montes de mi pecho;

dejadme entrar, ¡ay, dejadme!

 

 

 

Otro singular poeta, el francés Alfred de Musset la acuna en una balada que luego la voz popular convirtió en una nana infantil mientras que su coterráneo, Edmond Haroucourt, llora su pérdida en el corazón de los amantes: “Tuvo el amor/ tuvo sus artes/ sus leyes, sus dioses./ Y lentamente entró en la sombra”. La lista sería interminable si citáramos cada verso que ha inspirado. La luna cae finalmente a la Tierra, destrozándose estrepitosamente en un jardín habanero a los pies de la lírica señorial, la prosa poética y la fantasía psicológica que solo podría regalarnos alguien como Dulce María Loynaz: “Pasó un minuto y pasó un siglo. La luna, en el alero mirador, rebotó con un sonido de cristales y fue a caer despedazada en el jardín a los pies de Bárbara. Astillas de luna saltaron sobre su cara y ella pudo sentir todavía un frío desconocido.”

 

Con una fuerza de gravedad ocho veces menor que la de nuestro planeta, la luna atrae hacia sí a cientos de escritores que la persiguen con sus plumas durante el insomnio de las noches y continúa siendo la utopía de la inventiva humana. Por eso debemos recurrir a ella de vez en cuando como antídoto contra el vicio de presumir sobre nuestro intelecto, no vaya a ser que nos suceda como a aquel poeta que se olvidó de la luna. ¡Ah, qué sería de nosotros!

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